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En abril del 2009, Dionisio Romero nos contó, como quien cuenta que se tomó un vaso de agua en la cocina, que los grandes empresarios financiaban campañas políticas. La primera vez que lo hizo fue durante la campaña de 1979, de la que saldría victorioso Fernando Belaunde. "Les dimos la misma suma a los tres principales partidos […]. Y se lo dijimos a los tres, lo cual les cayó pésimo".

Desde 1979 han pasado 36 años y las leyes que rigen a los partidos políticos no han cambiado sustancialmente. Quizá en ese entonces, el riesgo (o el peligro) de que el dinero de actividades ilícitas se filtre en la carrera electoral no era tan grande. Es decir, deberle un favor (o dinero) al banquero más importante del país estaba lejos de constituir una situación ideal, pero todavía estaba, a su vez, bastante lejos de deberles favores a traficantes de terrenos, mineros ilegales, lavadores de activos, narcotraficantes o quién sabe qué más; como vemos que de hecho ha venido ocurriendo en los últimos años y a todo nivel de gobierno.

Ayer, el presidente del Congreso, Luis Iberico, dijo: "Todos rechazamos que haya financiamiento oscuro de partidos". ¿Ah, sí? ¿Y cómo se explica entonces que, habiendo pasado 36 años, la ley electoral no penalice la falta de transparencia respecto de las fuentes de ingreso de los partidos en campaña y que el uso no inadecuado o no declarado o no registrado de esos recursos constituya una suerte de malversación de fondos? Si esto fuera así hoy, Ollanta Humala estaría enfrentando una verdadera posibilidad de ir preso una vez que termine su mandato, pero no.

Todos quieren meterlo preso por hacer lo que todos hacen (y que seguramente hizo su mujer), pero que nadie quiere dejar de hacer.