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"Me perturba profundamente el sectarismo de algunos de los más altos representantes del Frente Amplio. Es impresionante", me dice un amigo querido que forma parte del grupo al que representa Verónika Mendoza. Y no es uno del montón.

A mí me preocupa que quien no tenía más que la intención de pasar la valla electoral y generar un contrapeso (legítimo y necesario) en el Congreso llegue de pronto a la presidencia y se sorprenda a sí misma sin cuadros suficientes. O sin cuadros adecuados.

Y es que el plan que trae consigo Verónika Mendoza –sin ser el mismo– es parecido al que traía Ollanta Humala hasta antes de jurarles a los poderes fácticos que respetaría la "Hoja de Ruta"; los que vienen respaldándolo también son viejos y conocidos rostros. ¿Cuán beneficioso puede ser un plan con diagnósticos y recetas para un país que probablemente dejó de existir hace 30 o 40 años?

Pero bueno, eso se soluciona levantando el teléfono: cada vez hay más peruanos preparados y brillantes llenando sillas en otros países o instituciones. Sin embargo, me preocupa que quienes rodean a este nuevo liderazgo se sientan a sí mismos reivindicadores, revitalizadores y justicieros pero, sobre todo, blindados y justificados por la altura moral de sus propuestas y la idea que las respalda: el bien común. ¿Cómo se pone de acuerdo con sus contrapartes quien honestamente asume que la razón le asiste en exclusiva? ¿Cómo pide ayuda? ¿A quién?

¿Cómo podría el "dueño de la verdad" ceder ante las demandas de la oposición o siquiera admitir su existencia cuando está en juego "el bien común"? ¿Cómo ser democrático cuando se piensa que todos están equivocados menos uno? ¿Cómo ser empático y lograr consensos si se tiene dificultad para asumir la propia falibilidad?

No, estos no son problemas del primer mundo, sino de república bananera.