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"Yo voto por lo que me conviene o por lo que creo que me conviene". Tal afirmación es irrebatible pues, ¿quién sabe mejor que uno lo que más le conviene? Pero, a menos que viva en la punta de un cerro y practique actividades de subsistencia, todas mis decisiones afectan a los demás y, si no les acomoda, que se frieguen.

Esto se parece un poco al ya en desuso y ridiculizado "darwinismo social": el más fuerte impone sus condiciones y sobrevive. Sin embargo, lo cierto es que estamos programados para la empatía, como viene siendo demostrado con cada vez más claridad por la neurociencia. Y esto se debe a que, para llegar hasta donde llegamos en el escalafón de la naturaleza, solos no nos bastamos. Los rasgos de la empatía y de la moralidad (reconocer el bien y el mal) se experimentan desde el primer año de vida, pero esto es muy importante no determinan nuestras decisiones ni acciones.

No somos el buen salvaje de Rousseau. Según Jesse Prinz, filósofo de la Universidad de Nueva York, la empatía inspira, pero rara vez actúa ahí donde percibimos que tenemos algo que perder. Así que es probable que la adaptación evolutiva que nos hace empáticos tenga un fin eminentemente individualista: conservar la propia vida.

Entre mi vida y la tuya escogeré la mía. Entre mi bienestar y el tuyo escogeré el mío. Poco hay más subjetivo que el bienestar de otro. Entre mi bienestar y el de todos escogeré el mío. Entre mi vida y la de todos escogeré la mía. Puedo sacrificarte por la vida, el bienestar y el progreso mío y de todos. Pero jamás me pondría en tu lugar, no puedo ni quiero.

Terminamos en el mismo lugar. ¿Mi taper con arroz o la protección del medio ambiente? ¿Las vacaciones en Europa o derechos para todos?

La respuesta está en cada uno.