Los regalos del dolor

“Soy, somos, la consecuencia, la autoconstrucción de nuestros dolores y, sobre todo, lo que hacemos con ellos”.

Fecha de publicación: 05/01/2025 8:06 pm
Actualización 06/01/2025 – 7:05

Me duelen mis hijos, Valentina, Luca y Camile.

Me duele la culpa de no poder ser el padre perfecto y acto seguido, después de unas cuantas lágrimas, tomo una respiración y caigo en cuenta de que no tenemos los padres que queremos, sino los que necesitamos, y es ahí donde encuentro cierto consuelo.

Me gustaría ser un padre a tiempo completo, pero es obvio que no estaba destinado así. Luego, vuelvo a pensar que, de haber sucedido, solo hubiera sido asignado como entrenador para la vida de mi hija mayor y los dos últimos quedarían fuera del juego. Entonces, todo está bien, así como ocurrió está muy bien.

Me duele no poder olerlos por las mañanas. Por eso, cuando vienen a mi casa los fines de semana, me quedo dormido con ellos mucho después de las oraciones respectivas del “ángel de la guarda, dulce compañía”. Mari, mi esposa, entra a su cuarto a la medianoche y me lleva consigo. Cinco horas después vuelvo a sus habitaciones y los acaricio, les hablo al oído, les digo que son hermosos, que sepan que me tienen a su disposición. Ellos duermen. Por ahí una manito se levanta indicándome que estoy siendo pesado.

Me duelen mis dos divorcios, porque les tengo profundo agradecimiento a ambas.

A la primera porque me abrió el mundo. A la segunda porque me obligó a elegirme. Estas líneas no van de ellas mal y yo bien, todo lo contrario. Estas palabras juntas quiero que dejen bien en claro que todos somos seres en transformación, heridos, con el gran reto personal de, a partir de esas llagas emocionales, aprender. Y las parejas están para eso, para poner en evidencia esas laceraciones tan profundas que son necesarias curar. Son espejo, somos espejos. Me quedo un ratito pegado, suspirando y luego llega la conclusión que me hace pensar que fueron almas generosas en mi camino, que tenían como fin afinarme en el amor propio para poder recibir el siguiente amor, que es Marita, mi esposa hoy.

Entonces, cómo no agradecer si esas almas finalmente acordaron conmigo que me enseñarían la lección y, cuando estuviera listo, me dejarían ir. Mi yo de hace 20 años de ninguna manera hubiera podido ver a Mari en todo su esplendor si con las justas lo que sabía de mí era mi nombre. Gracias, entonces, por eso a ambas. Entrenamiento cumplido.

Me duele, quien más me duele es Elena, mi mamá. Me duele porque desde su expectativa no doy ni daré la talla. Y así como hay almas que me han acompañado desde el rol de pareja para crecer, a mí se me asignó el rol de hijo para acompañarla a ella. Puedo ver de qué pie cojea, puedo ver su herida, puedo ver su alma, puedo ver su tarea por hacer, pero hasta ahí nomás, joven. No puedo hacer nada más porque yo no soy su salvador, de ella ni de nadie.

¿Por qué no puedo hacer más? Porque es mi mayor, porque es su lección, su aprendizaje, porque es su experiencia, porque es su maestría, porque es su responsabilidad y, por sobre todas las cosas, porque no pienso mover el orden del sistema. Si yo muevo las fichas, salgo de mi rol y, si hago eso, dejo de ser adulto, de ser padre, para convertirme en hijo eterno, y eso podría afectar los otros sistemas de mi vida. Sería irresponsable para las almas que hoy acompaño, mis hijos, Mari y yo mismo.

No estoy hablando de desligarme emocionalmente, no estoy hablando de dejar de sostener desde las responsabilidades del mundo. Me toca mirarla, abrazarla y entender que ante todo somos almas siempre libres. Que no hacerte cargo de lo que te corresponde trascender no siempre significa falta de voluntad. A veces va a pasar que es tan fuerte el dolor de autoobservarse que no todos pueden. Y no está mal no poder, no llegar. Sin embargo, lo que sí está mal es en nombre de eso responsabilizar a los demás de tu felicidad o culparlos de tu infelicidad.

Pero, aun sabiendo todo esto, mi mamá me sigue doliendo y me dolerá siempre. Sus regalos en mi vida son muchos, pero el más poderoso es que me ha convertido en un domador de puercoespines, en un experto jardinero de cactus, en un gran recolector de erizos. Si te acercas mucho a cualquiera de estas especies, terminarás pinchado, con algunas gotitas de sangre encima. Solo necesitas saber cuándo, cómo y a qué distancia, dependiendo del momento. No me vas a decir que no son especies maravillosas de la naturaleza solo porque tengan espinas, ¿verdad? No las vas a negar por ello, no son indignas de amor por ser puntiagudas… Simplemente, necesitan de una pericia y entrenamiento diferente, un acercamiento amoroso con precauciones. Necesitan demasiado amor. Hay una disfunción en su manera de dar afecto, seguridad, amor. Si quieres ponerlo en términos psicológicos, son seres en quienes el amor que distribuyen es de apego inseguro, ambivalente.

Y como todo, absolutamente todo en la vida, esto tan retador también tiene su hermoso lado B. Los seres que fuimos asignados para acompañar a humanos con espinas, de adultos desarrollamos una gran capacidad (casi con rango de necesidad) de mantener fuertes nuestros vínculos con los demás; somo seres que, si logramos modular el fuego emocional de intenso a moderado, seremos seres autorreflexivos, comunicaremos nuestras necesidades y sentimientos asertivamente, porque no queremos que se quede nada adentro guardado en forma de piedra en el zapato.

Somos, indudablemente, flexibles y, por qué no decirlo, podríamos alcanzar el título de embajadores de las emociones. Antes tendremos que pagarnos carajales de terapia y, por qué no, irnos unas cuantas veces a la mierda para luego, como en el monopolio, poder pasar por GO y recoger nuestro superpremio. Igual, con todo esto ya encima o en proceso de aprendizaje…, mi mamá me sigue doliendo. Pero ya no solo me duele, también le agradezco, la reconozco y la integro.

Alfredo me duele. Mi papá me duele o, mejor dicho, me duele la fantasía, la imagen, lo que yo hubiera deseado o lo que me contaron que podría ser un papá. Me duele no poder tener un hombro donde reposar, donde descargar; me duele no haber tenido esa certeza de que todo estará bien porque aquí estoy yo, tu papá. Me duele. Me gustaría saber qué se siente tener papá. Como es esa vaina, de qué va.

Acto seguido, como si se activara un sistema de defensa o autocuidado para no ahogarme en esa sensación de vacío, puedo agradecer que esa ausencia también es perfecta. Porque, gracias a esa carencia, yo soy el padre que soy. Y aquí no voy a tener ningún reparo en decirles que soy un papá de la puta madre, de la reputísima madre, de la ultra concha de la lora (aunque mis hijos luego vayan a decir lo contrario, como corresponde a su rol, no hay padre perfecto). ¿Y por qué digo eso? Porque no creo que haya ser en este universo que disfrute más que yo la paternidad. No ha habido actos más conscientes y responsables en mi vida que mis tres hijos. Cada uno de ellos planificado, deseado, soñado, decretado, esperados los tres. Entonces, como no agradecerte, Alfredo, gracias.

Soy, somos, la consecuencia, la autoconstrucción de nuestros dolores y, sobre todo, lo que hacemos con ellos. Por eso, a ellos me debo y cada cierto tiempo recuerdo que habitan en mí. Los dejo salir un ratito de paseo y, como si fueran mis mascotas, luego de la vueltita a la manzana, los hago pasar uno a uno nuevamente a ese rinconcito de mi corazón. Es un lugarcito el que ocupan y hago énfasis en eso, LUGARCITO, porque el otro espacio, el más grande, está ocupado por el agradecimiento, los regalos y la razón de ser mis tristezas.

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