El día que Alemania le declaró la guerra a Rusia, 2 de agosto de 1914, confirmándose la Primera Guerra Mundial, Franz Kafka escribió esto en su diario:
Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar.
El día que se inició el juicio oral contra Martín Vizcarra por cargos de corrupción, el 28 de octubre de 2024, este pudo haber escrito lo siguiente en su diario:
Hoy comienza mi riesgo de cárcel. Por la mañana me teñí el pelo.
Es un hecho factual. Martín Vizcarra se apersonó a su primera audiencia luciendo una cabellera llamativamente azabache, un casquete de negrura artificial que buscaba abolir cualquier asomo natural del paso del tiempo.
Ese evento podría confirmar dos postulados nacionales urgidos de confirmación científica.
Por un lado, apuntala la tesis que sostiene que Kafka, de haber tenido DNI peruano, sería escritor costumbrista. En lo que nosotros llamamos historia nacional, la variante del disparate juega siempre un papel crucial desde los más insospechados ángulos. Es el caso de esta coqueta intervención cosmética.
Por otro lado, la tintura capilar de Vizcarra confirma una debilidad natural del político peruano a favor de la coloración. Nunca se trata de un proceso sutil, delicado y progresivo, sino —todo lo contrario— se caracteriza por una irrupción tosca y falsaria, un brochazo de juventud artificial en versión de peluquero de vieja escuela.
Antaño, el teñido —verse con Tintán, en jerga— era la fuente cromática de juventud por defecto, así no tuviera confirmación de éxito. Una cabellera artificialmente libre de rastros plateados, presuntamente, era un inapelable imán de votos tanto de parte de señoras animosas como de varones ávidos de un líder energético. La teñida era el elefante sobre la cabeza del que nunca se hablaba mientras el candidato se explayaba en sus igualmente artificiosos planes de gobierno.
El brillante Luis Bedoya Reyes durante décadas lució una opacidad artificial. Cuando dejó de incurrir en ello, la solidez de su capacidad intelectual se vio refrendada por la dignidad y confirmación de experiencia que llevan las canas bien llevadas y honorablemente ganadas.
Un camino parecido transitó Alan García. A lo largo de años mostró una cabellera ajena al paso del tiempo que oscilaba en variantes tornasoladas. Hasta que, bien aconsejado, se liberó de esa obligación esclavizante e inútil, y privilegió el sello personal de una seña blanca sobre la testa.
En ambos casos se trataba de políticos de fuste y sustancia, personalidades que difícilmente se repetirán en la política peruana y que han dejado una impronta histórica que trasciende apariencias. En cambio, los pájaros fruteros que hoy constituyen la degradada clase política peruana no tienen más que tinte y solo tinte sobre la cabeza.
Esta simulación estética extrapola el simulacro intelectual que ejercen hacia su propio aspecto personal. Los peluqueros, apóstoles de ese imposible que supone mantenerlos jóvenes o interesantes, solo hacen su trabajo. El narcisismo paga las facturas de esa intervención, según la cual el pelo jaspeado alivia el peso de los años. Véanse al espejo: no funciona.
El resultado, más bien, aproxima al usuario al perfil visual del depredador sexual con ambiciones electorales: un Richard Swing, pero sin música.
En otras palabras: ¿usted dejaría cuidando a sus hijos a un hombre adulto acusado de corrupción que, además, se tiñe el pelo para su juicio?
Más allá de ser simplemente un conjunto de hebras y mechones, el cabello es un lienzo en blanco sobre el cual se plasman las historias personales y las aspiraciones. Es poderosa herramienta para mostrarse al mundo tal como uno quiere ser visto.
Al momento en que un político avieso descaradamente se presenta teñido a su juicio oral diciendo me zurro en mi realidad temporal, está diciendo varias otras cosas más.
Entre ellas, que está confiado en que su inclinación por el encubrimiento no solo le funciona, sino que es bienvenida. Si nos guiáramos por ese índice idiota que es el TikTok, habría que darle la razón.
También nos está diciendo que lo suyo es el disimulo, el disfraz, ocultar la verdad con una variante alterna afín a su conveniencia personal, así esto le suponga el ridículo. Lo perverso también puede ser ingenioso.
Eso hace pensar que Vizcarra tal vez no use tinte en sus cabellos, sino politetrafluoroetileno, es decir, teflón.
Esa sustancia antiadherente, resbaladiza, cerosa, grasa al tacto, resistente al calor, a la mayoría de los ácidos y bases y a muchos disolventes orgánicos es lo que le otorga esa coraza amoral que una autoestima doblegada por la pandemia confunde con liderazgo.
Bastaría una buena lavada de cabeza con Nopucid para que se dieran cuenta de en quien, inmerecidamente, están depositando esa fragilidad nacional llamada confianza.