(Perú21)
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No es fácil venir a Seattle. Desde Miami, es un vuelo de seis horas, en un avión pequeño, sin grandes comodidades.

Tampoco fue fácil convencer a mi esposa para viajar a Seattle. Ella quería volver a Los Ángeles. Adora esa ciudad. De vez en cuando se encuentra con el cantante Justin Bieber en la piscina del hotel. Conversan brevemente como si ambos fuesen celebridades. Tiene el buen gusto de no pedirle una foto.

¿Por qué quería venir a Seattle? Para comenzar, no conocía esta ciudad. Había estado varias veces en Vancouver y el paisaje me había deslumbrado. También me seducía el hecho de que, en medio del verano, Seattle tuviese veinte grados F menos que Miami. En casa, en la isla, me sentía agobiado por el calor, las lluvias, los mosquitos. Quería pasar unos días en una ciudad fresca: Seattle parecía el destino perfecto. Por último, me daba curiosidad conocer el barrio de Medina, en las afueras de Seattle, donde viven Jeff Bezos y Bill Gates, los dos hombres más ricos del mundo, que son casi vecinos.

El primer día en Seattle fue una sucesión de hechos desafortunados. A mi esposa no le gustó la piscina del hotel porque había mucha gente y no ofrecía cabañas: no tardó en recordarme que en Los Ángeles estaríamos más cómodos. Al final de la tarde, fuimos caminando a un restaurante italiano, pero a mi mujer le pareció viejo, feo y maloliente, y la comida, menos que regular. Luego nuestra hija se quedó en el hotel con su nana y le pedí a mi esposa que fuésemos al cine. Son solo ocho cuadras, le dije. Seguro que la película es buena, añadí.

La tarde estaba fresca, agradable. Las calles del centro eran una colección de locos, zumbados, chiflados, bizarros, orates y marginales. Nunca había visto tantos locos juntos. Muchos fumaban marihuana sin disimularlo. No pocos estaban tendidos en colchones o cartones sobre el piso. No pedían dinero. No parecían con hambre: casi todos eran gorditos, y tenían el pelo pintado de colores improbables, como verde, naranja o amarillo, y no estaban vestidos con andrajos o harapos, como mendigos, sino con ropa hippie decadente, con pantalones cortos y zapatillas. Un poderoso hedor a marihuana con sobaco y pezuña se confundía con el aire tibio y espeso de la tarde. Vimos a muchos hombres con vestido de mujer, maquillándose, fumando tabaco o marihuana. Vimos a muchas lesbianas gordas, el pelo pintado de verde, sentadas en la acera, escuchando música punzante. Vimos a gente que andaba en calzoncillos, sin zapatos. Nos ofrecieron marihuana legal en cada esquina. Pero no nos pidieron dinero. Los locos de Seattle están orgullosos de ser tan locos y no se rebajan a pedir limosnas.

Mi esposa me reprendió por haberla llevado a esas calles sucias, apiñadas de gente rara. Caminaba muy rápido. Me dijo que se sentía en peligro: en cualquier momento me roban o me violan. Le dije que aquellos locos eran inofensivos, que disfrutase del paisaje humano tan extravagante, que no los viese como una amenaza, sino como artistas incomprendidos. Pero fracasé. Mi mujer caminaba a toda prisa y estaba furiosa y me recordaba que quería estar en Los Ángeles, no en esas calles que le parecían horribles.

Nada cambió para bien cuando llegamos al cine. El centro comercial se encontraba en obras. Las escaleras mecánicas no funcionaban. Al comprar las entradas, mi esposa dijo que no quería ver la película que yo había escogido, un drama con buena crítica, pues prefería ver una de terror con cocodrilos gigantes. La vi tan molesta que no osé contrariarla. Una vez en la sala, miró con asco a los asientos: no se reclinaban, eran viejos, parecían sucios. Nos sentamos dejando el asiento del medio vacío: señal de que estábamos molestos, distanciados. La película fue mala, estúpida, insoportable, y odié a mi esposa por haberme obligado a verla, al tiempo que ella me odiaba por haberla llevado a Seattle, a caminar por las calles llenas de locos, a esa sala desangelada, decadente.

El regreso al hotel, ya de noche, nos obligó a recorrer nuevamente las calles desbordadas de dementes, nefelibatas, rebeldes sin causa, enemigos del sistema y fumadores de hierbas. Yo los veía con simpatía, veía en ellos a artistas frustrados, individuos que se habían salido de la carrera de ratas para ser libres, pobres pero libres. A pesar de que parecían vivir en las calles y poseer nada o casi nada, daba la impresión de que estaban viviendo la vida que libremente habían elegido y a la espera de que se les presentase una oportunidad para triunfar como músicos, o actores, o maquilladores, o cabareteras. Yo los miraba a los ojos y creía ver en ellos a espíritus sensibles, demasiado sensibles para trabajar o deberle dinero al banco. Mi mujer prefería no mirarlos y caminaba tan deprisa que yo casi tenía que correr para no quedar rezagado. Pensé decirle que la película me había parecido malísima o que no debía mirar con hostilidad a los locos, pero preferí evitar una discusión.

Las cosas mejoraron bastante los días siguientes. El clima continuó siendo una delicia. La piscina del hotel nos ofreció horas de sosiego y placer. Visitamos el jardín japonés, el jardín botánico, los parques más lindos. Pero lo mejor fue manejar media hora, cruzando el lago Washington, al barrio de Medina, donde viven Jeff Bezos y Bill Gates, y hacernos fotos en los portones de sus casas, y detenernos en la única bodega del vecindario, atendida por orientales, por supuesto, la bodeguita más linda y acogedora que puede uno imaginar. El barrio de Medina, así llamado como la ciudad sagrada donde solo pueden entrar los musulmanes, es uno de los vecindarios más lindos que he conocido, junto con Montecito, cerca de Santa Bárbara, y Sausalito, en las afueras de San Francisco. Las casas son grandes mansiones y están rodeadas de unos árboles muy altos, los de hojas perennes o perpetuas que no caen en ninguna estación del año. Esos árboles miden hasta noventa metros de altura y garantizan la privacidad deseada. El parque de Medina, con estanques, patos civilizados que se alimentan de tus manos y unos cuervos inteligentísimos que parecen accionistas de Amazon, me pareció, aquella tarde nublada, a 70 grados F, un sueño, un oasis. El problema es que las casas más baratas cuestan tres millones. Así como la Medina árabe es solo para los musulmanes, la Medina occidental es solo para los muy ricos.

Será difícil convencer a mi esposa para regresar a Seattle. Ella me recordará que las calles están llenas de locos. Trataré de llevarla a San Francisco: le atribuyen a Mark Twain haber dicho que el peor frío que pasó en su vida fue un verano en San Francisco. Pero sé que ella insistirá en ir a Los Ángeles a ver si se encuentra con Justin Bieber. Ahora mi esposa está loca por la cantante Billie Eilish. Iremos a verla en Houston. Billie también se pinta el pelo de verde. Cuando caminábamos por las calles de Seattle, pensé decirle a mi mujer: Te aseguro que Billie Eilish no vería a todos estos locos como los ves tú, ella los vería con simpatía.

Próximo destino: Buenos Aires. Mi esposa no quiere acompañarme, dice que es una ciudad caótica del tercer mundo. Yo no sé si Buenos Aires es del primer mundo, pero me sigue pareciendo una de las ciudades más lindas e inspiradoras y siempre tengo ilusión de volver a ella. Aunque mis adversarios políticos ganen en octubre o noviembre, seguiré visitando Buenos Aires: es una gran señora decadente, venida a menos, alcohólica, autodestructiva, que, sin embargo, uno estima profundamente, pues te entretiene con su conversación impredecible e ingeniosa y nunca te aburre, aunque a veces pone en riesgo tu vida o tu cartera.

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