Llegas al paraíso y no paras de toser. (Perú21)
Llegas al paraíso y no paras de toser. (Perú21)

Escribo estas líneas desde el paraíso. Estoy sentado en una villa privada. Contemplo las aguas quietas de la piscina, la arena fría que parece traída de la superficie lunar, el mar turquesa, manso, apacible, que, en apariencia, no sabe de olas ni peligros. Allá lejos, millas mar adentro, el océano se recorta en el horizonte y se fusiona con un cielo diáfano, preñado de nubes como copos de algodón. Nadie camina por la playa, no hay humanos a la vista, la villa es tan privada que ninguna criatura humana afea o contamina el paisaje sobrecogedor. Hemos pagado precisamente para tener esa obscena privacidad.

Afuera de la villa nos espera un mayordomo. Se ocupa de atendernos con una cortesía exquisita, desusada. Se llama Kamal. Es de Bután, un país cercano a Nepal, el Tibet, la India y China. Es de aspecto oriental y corta estatura. Habla un inglés trabado, pero se deja entender. Es extraordinariamente amable. Se quita los zapatos antes de entrar en la villa.

Se preocupa de que la nevera esté llena de jugos, frutas, aguas, cervezas. Renueva la provisión de vinos. Maneja un carrito de golf. Nos trae la comida desde el restaurante. Nos lleva al spa. Nos pasea en su carrito por esta isla que compró la dueña del hotel, una mujer muy rica, de Singapur. El hotel está impregnado de un refinamiento oriental que yo no conocía. Hemos venido al paraíso porque Silvia, mi esposa, cumplía treinta años.

Hemos pasado juntos los últimos diez. Tenemos una hija que pronto cumplirá ocho. Silvia eligió esta isla para celebrar su cumpleaños. Yo no la conocía, ella tampoco. No es fácil llegar. Hay que tomar un vuelo de dos horas, luego manejar una hora, enseguida subir a una lancha rápida por una hora más, y finalmente desembarcar en esta isla privada del Caribe. Como de costumbre, arrastro una tos profunda y, a ratos, dolorosa. No logro curarme.

Las horas frías, de hablar mucho, en la televisión, suelen agravar la enfermedad. Como siempre que viajo, he traído una botica ambulante en mi maleta. Anoche sentí que me ahogaba. No podía respirar. Tosía con virulencia. Expectoraba gargajos viciosos, juro que tenían ojos y me miraban. Asustado, tomé los antibióticos. Pero los he tomado tantas veces que no sé si todavía hacen algún efecto. Enfermo y con la respiración pedregosa y tosiendo como un animal con las horas contadas, sin embargo soy feliz en esta isla en el paraíso. Porque mi mujer está donde quería estar por sus treinta años y, suerte la mía, me ha elegido para estar a su lado, y porque nuestra hija nos hace reír a mares. Es una comediante natural. De pronto, bañándonos en el mar, grita en inglés: ¡Me vino la regla, me vino la regla! Y suelta una gran carcajada. O, metidos los tres en la piscina, se quita la parte de abajo del bikini, coloca su trasero en el chorro de agua y grita, payasa: ¡Sexo anal, sexo anal! O cuando el mayordomo Kamal le pregunta qué quiere ordenar para el almuerzo, le responde en inglés, muy seria: Un pene frito, por favor. O, dormidos los tres, se cae aparatosamente de la cama, una cama enorme, protegida por tules blancos, y al caer bota la mesa de noche y tumba la lámpara de luz, y cuando le preguntamos por qué se cayó, nos dice: Por la ley de la gravedad, idiotas. O cuando, cenando románticamente anoche, nos pregunta cómo hicimos el amor para darle vida, y le contamos las circunstancias en que todo aquello ocurrió, y nos pregunta: ¿Quién estaba arriba y quién estaba abajo? Mi mujer se ríe y le dice: ¡No te vamos a decir! Yo le digo: Tu mamá arriba.

Con los años me parece que he aprendido a ser un buen amante. En mi juventud era brioso, impaciente, atropellado. No sabía esperar, era una carrera de cien metros planos, a toda prisa. El poeta escribió: Es difícil hacer el amor, pero se aprende. Creo que he aprendido. Ayer, cumpleaños de mi mujer, fue un día profundamente erótico, un festival de los cuerpos y los sentidos. A media tarde, mientras nuestra hija dormía una siesta, mi mujer y yo nos conjuramos para tener un encuentro sicalíptico que nos dejó exhaustos. Pero era solo el preludio de los juegos a que nos abocaríamos a la noche, de nuevo nuestra hija durmiendo. Como la villa privada dispone de varias habitaciones, nos encerramos en un cuarto reservado al amor, de techos altos, cama con tules vaporosos y luces bajas. A diferencia de los coitos de mi juventud, que eran breves cuando no brevísimos, ahora he aprendido a domesticar al animal salvaje que llevo dentro y sujetar las bridas, marcando los tiempos. Sé esperar, sé acompañar a mi mujer hasta el clímax y, solo cuando ella ha terminado y está satisfecha y me lo dice, me permito acabar yo también. Un buen amante no debería terminar antes que su pareja, dejándola insatisfecha. En mi caso ella termina primero, siempre primero. Y no una sola vez, por supuesto. Normalmente, nuestro amor es tan acalorado que termina dos veces y luego es mi turno de derramarme en ella.

Pero anoche, treinta años se cumplen una sola vez, mi mujer se permitió terminar cuatro veces, y me sentí puerilmente orgulloso por eso, y cuando acabé di tales alaridos simiescos que nuestra hija se despertó, pensando que mis gritos estentóreos se debían a que estaba peleando con alguien.

Kamal ha entrado y me ha recordado que tengo una cita con la masajista. Ayer tomamos unos masajes mi mujer y yo, en una sala compartida, y fue una experiencia espléndida. Luego, vestidos con batas blancas, nos sentaron a una mesa rodeada de pétalos de rosas, en medio de unos deliciosos aromas orientales, y nos sirvieron la cena. Era de noche. Todas las masajistas y camareras eran orientales. Me sentía en Singapur, en Malasia, en Indonesia. Servían la cena haciendo reverencias, parecía una coreografía. Me dije: quiero ir a Singapur. El menú prometía toda suerte de manjares orientales, del sudeste asiático, que yo me aventuré a probar. Mi mujer pidió pizza. La amé. Amé que comiera pizza por sus treinta años. Pizza y vino tinto, qué más. Nuestra hija miraba en Internet las payasadas de sus youtubers favoritas y se deshacía de risa, ensimismada en su burbuja feliz.

A la noche, después de hacer el amor, mi mujer y nuestra hija durmiendo profundamente, yo tomando más y más antibióticos para aplacar el ataque de tos que me tenía achacoso, a mal traer, pasé horas investigando cuál es la mejor manera de llegar a Singapur, partiendo desde Miami. Mis pasiones más recientes, que ya casi son adicciones, son las oscilaciones de la Bolsa de Valores, las del mercado inmobiliario y los precios y horarios de los vuelos aerocomerciales.

En una semana iremos a Barcelona, aprovechando los días de descanso de Acción de Gracias. Corresponde dar las gracias a Barcelona, a mi agente en esa ciudad, a mis editores, porque fue allí donde hace veinticinco años publicaron mi primera novela y me hicieron un escritor. Voy, pues, a dar las gracias a quienes confiaron en mí como escritor y a renovarles mis gratitudes por seguir creyendo en mí. Antes pasaremos por Miami para comprar más antibióticos. La vida es así: llegas al paraíso y no paras de toser. Debió de pasarles algo parecido a los conquistadores, piratas, corsarios y bucaneros que llegaron a estas tierras, hace centurias. Este pedazo de mar que ahora mismo contemplo, esta arena que parece traída de la superficie lunar, tienen millones de años. Estaban aquí cuando no había humanos y seguirán aquí cuando no haya más humanos. Somos aves de paso. Somos esa olita mansa que se deshace en la orilla.

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