La literatura es una fogata. (Perú21)
La literatura es una fogata. (Perú21)

No venía a Lima hacía tres meses. Vinimos en marzo a celebrar el cumpleaños de nuestra hija. No fue un viaje feliz, porque tuve ciertas desavenencias con mi madre, quien me amonestó por una columna que escribí, aludiendo a un hermano millonario, con fama de playboy, que había embarazado a su novia, la hija de un general de la policía. Mi madre me conminó a que dejase de escribir cosas inspiradas en la familia; dijo que la había avergonzado ante la familia del general; me pidió que ofreciera disculpas al general y su hija. Consternado, le dije que estaba pidiéndome cosas imposibles de cumplir.

Una vez más, me atormentaron ciertas preguntas de índole moral que me han angustiado desde mi primera novela: ¿El escritor tiene derecho de usar su vida, y las vidas de quienes lo rodean, para tratar de hacer arte? ¿A quién pertenecen las historias, al escritor o a sus parientes, al escritor o a sus amantes? Puesto a escoger, ¿el escritor debe elegir el arte o el honor, el arte o el pudor? ¿El arte y el pudor son aspiraciones reñidas en sí mismas? ¿Se puede ser un buen escritor siendo, ante todo, honorable y pudoroso, o esas virtudes lastran el arte? Si lo que escribes le disgusta a tu madre, les molesta a tus hermanos, les mortifica a tus amigos, ¿debes continuar escribiendo esas cosas que te condenan a la soledad? ¿Es todo escritor un espía, un felón, un delator? ¿No son acaso las mejores historias las que provienen de los conflictos sentimentales, familiares? Entonces, ¿publico lo que le gusta a mi madre, o lo que me gusta a mí? ¿No seré capaz, algún día, de escribir algo que nos guste a ambos? Por lo visto, y llevo quince novelas publicadas, todavía no he sido capaz de sortear tan ardua prueba ética y estética: escribir un texto con aspiraciones literarias que mi madre apruebe y que, al mismo tiempo, me parezca estimable.

Me dolió que mi madre me dijera, hace casi veinticinco años, que mi novela “No se lo digas a nadie” le había parecido “una basura”, pero no me sorprendió, conociendo su fanatismo religioso y su aversión al amor entre hombres. Tampoco me desconcertó que le disgustasen novelas como “Fue ayer y no me acuerdo” y “La noche es virgen”, ambas de profunda sensibilidad gay. Pero aun ahora me entristece recordar que también le molestaron dos novelas que pensé que podrían gustarle: “Los últimos días de La Prensa”, en la que uno de los personajes más entrañables está inspirado en su padre, el hacendado despojado de sus tierras por un dictador militar, y “Yo amo a mi mami”, novela que recupera los años inmortales de la infancia, que le molestó porque, según dijo, yo había tenido la osadía de burlarme de una de sus mejores amigas, la señora del “trasero oceánico”.
Mis padres han sido enemigos históricos de mi carrera literaria, y no han desmayado en tratar de obstruirla, sabotearla y menospreciarla. Por puro machismo, y por pensar que cualquier tentativa de expresión artística era sospechosa de ser una mariconada, mi padre despreció siempre mis libros, y hasta mis primeras columnas “Banderillas”, publicadas en el diario “La Prensa” en los años 83 y 84. Por la neblina espesa que el fanatismo religioso disemina en el aire, un velo blanco y humoso que impide ver la realidad, y porque sus tutores del Opus Dei han elegido siempre los libros que ella debe y no debe leer, mi madre ha detestado todos mis libros sin excepción, y ha tratado de no leerlos, y cuando lo ha intentado, los ha dejado con arcadas, abochornada de su hijo, el escribidor vicioso.

Soy, entonces, un escritor a pesar de mis padres, o contra mis padres, o en oposición a ellos, o en guerra perpetua y sin cuartel con ellos, y cada libro es un pequeño motín, una sedición acalorada, un acto de rebeldía moral: la literatura es fuego, proclamó Vargas Llosa en agosto de 1967, en Caracas, al recibir el premio Rómulo Gallegos, y en mi caso es una fogata ardiente, crepitante, que no cesa.

¿Y por qué, en lugar de volcarte creativamente a la familia, a los conflictos de la familia, no escribes sobre personajes históricos, ya fallecidos? ¿Por qué no haces como Vargas Llosa, y dejas de escribir sobre tu padre, y das tregua a tus parientes, y escribes sobre un dictador, una rebelión en el imperio brasilero, una feminista, un pintor? ¿Eres incapaz de hacer literatura desapegada de tu propia vida? ¿Tan pobre es tu imaginación que no te atreves a maliciar una ficción extranjera a tu biografía? ¿Tienes que insistir en saquear las historias de tu familia, tus amigos, tus amantes? Todas mis novelas son visceralmente personales, impúdicamente confesionales, mórbidamente suicidas, salvo dos, que tampoco le gustaron a mi madre: “La mujer de mi hermano”, que bien puede ser mi peor novela, o la más cursi, porque los personajes, de tan fabulados, me salieron un poco de cartón, y “El cojo y el loco”, un librito delirante y guerrillero, procaz y pistolero, que no roza tan siquiera mi propia vida, y que me sigue gustando.

No puedes decirle a un pintor: no pintes un autorretrato, no pintes a los grandes amores de tu vida. No puedes decirle a un cineasta: no hagas una película sobre tu infancia, o sobre tu primer amor. No puedes decirle a un músico: no compongas una canción inspirada en tus sentimientos, en tus peripecias vitales, en tus pasiones contrariadas. No puedes decirle a un poeta: tus versos deben ignorar tu vida, ser ajenos a ella. No puedes decirle a un artista: te prohíbo que hagas arte a partir de tu vida, y de las vidas de quienes te han acompañado. No puedes decirle a un creador: todo lo que conoces, lo que has vivido, lo que ha quedado grabado en tu memoria y tu corazón, no podrá ser usado como combustible para encender el fuego eterno del arte.

Llevo años escribiendo una novela, “La sagrada familia”, que recrea, con las licencias y los desafueros de la ficción, la historia de mi familia. Es un libro voluminoso, desmesurado, de casi mil páginas, que no acaba nunca, porque los conflictos de la familia no tienen cuándo terminar. No soy yo quien la escribe, sino mi propia familia, que me la dicta sin saberlo, mientras cumplo el papel de mecanógrafo, dejando por escrito los chismes y las intrigas, las conspiraciones y las felonías, las trampas y las estafas, las riñas y las insidias: cómo podría no contar las historias deliciosas de mi familia, la saga de mi bendita familia de locos y fanáticos, si toda esa trama delirante supera con creces lo que pudiera imaginar jamás.

Ahora bien, mi madre, sin haberla leído, me ha rogado que no la publique. ¿Qué debo hacer? ¿Debo acatar su censura? ¿No publicar el novelón mientras ella esté con vida? ¿Dar instrucciones para que se publique después de mi muerte? ¿Me debo a mi madre, o a mis lectores? Si no publico la novela para quedar bien con mi madre, ¿me condenaré a ser un escritor frustrado, le guardaré rencor? ¿No sería mejor publicar la novela y que ella no la lea? Si la publico estando ambos con vida, ¿no se van a enfadar mis hermanos? ¿El arte lo justifica todo, incluso pelearte con tu madre, y dejar de verla, y que ella se avergüence de ti?

Una cosa es segura: si me piden que no escriba inspirándome en mi vida, y en las vidas de quienes me rodean, están pidiéndome que no escriba. Y si me piden que no escriba, están pidiéndome que deje de vivir. Porque yo no puedo vivir sin escribir. Escribir es como respirar: si dejo de hacerlo, me muero.

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