“Después de meses, retomé “La voluntad y la fortuna”, del mexicano Carlos Fuentes. Había empezado a leerlo (y abandonado) antes de la pandemia y, ahora, al retomarlo, en medio de la enfermedad, corrupción, violencia y desastre político, página tras página sentía que lo que leía podía ser sobre el Perú”.
“Después de meses, retomé “La voluntad y la fortuna”, del mexicano Carlos Fuentes. Había empezado a leerlo (y abandonado) antes de la pandemia y, ahora, al retomarlo, en medio de la enfermedad, corrupción, violencia y desastre político, página tras página sentía que lo que leía podía ser sobre el Perú”.

Después de meses, retomé “La voluntad y la fortuna”, del mexicano Carlos Fuentes. Había empezado a leerlo (y abandonado) antes de la pandemia y, ahora, al retomarlo, en medio de la enfermedad, corrupción, violencia y desastre político, página tras página sentía que lo que leía podía ser sobre el Perú tanto como sobre México.

Las protestas con secuestro de inocentes en las carreteras transmitidas por la prensa; la Policía expuesta sin mayor protección que escudos, convirtiendo su vulnerabilidad en defensa, mostraba “la violencia cobarde”, de una “masa no identificable y, en consecuencia, no punible”.

La descripción de los políticos es clara y casi encantadora: “Cuando no sirves de barrendero ni de compositor, cuando no puedes escribir un libro, o vender unos calcetines, pues te dedicas a la política (...). La política es el último recurso de la inteligencia”.

Y, podríamos hallar allí también la explicación de por qué tenemos “un país que no sabe emplear a los millones de obreros que necesita para construir carreteras, presas, escuelas, viviendas, hospitales, para preservar bosques, enriquecer los campos, levantar las fábricas, un país donde el hambre, la ignorancia y el desempleo conducen al crimen y una criminalidad que lo invade todo”. Y en medio de esa ineptitud, están “las colas de los trabajadores a las cinco de la mañana para ir a la obra y regresar a las siete de la noche para regresar a las cinco (…) Seis horas para trabajar. Ocho para trasladarse. La vida”. La vida de millones de pobres también en Perú y en una Lima que, así como Ciudad de México es “una urbe en perpetua construcción y reconstrucción, la ciudad para siempre inacabada, como si en esta ausencia de conclusión residiese la virtud de la permanencia” y allí están como prueba los fierros que sobresalen de las casas que crecen una sobre otra, sin agua, sobre arena, improvisadas.

Escojo para cerrar (y meditar) la frase lapidaria: “El crimen ha sustituido al Estado”.