Cuando era niño, jugaba fútbol de lunes a sábado. Si hubiera podido, los domingos también habrían sido peloteros, pero mi mamá lo tenía claro: ese día es para la familia. Mis héroes eran locales y yo buscaba emularlos en el patio de mi barrio. Y mis amigos también. El fútbol era casi todo para nosotros. Pero cuando ingresé a la universidad, algo se quebró en mí. El fútbol perdió su encanto. No me gustaba todo lo que se tejía alrededor de las canchas. Hinchadas agresivas. Barras pandilleras. Identidades deportivas que se afirman a partir de la degradación de las otras. Mafias nacionales e internacionales que tejen resultados extradeportivos. Como sucede con todo gran poder, lo que veía en el fútbol era manipulación y corrupción descaradas. Así, me fui alejando de esa pasión, y de mi propia niñez, con tristeza.

De hecho, la resurrección de la selección peruana nos ha invitado a inmigrar a muchos. Sin embargo, esta fiesta no había sido suficiente para recuperar esa antigua inocencia que llenaba mis ojos ante cada campeonato. Ahora un conjunto de noticias me ha hecho trastabillar. Cuando los capitanes de nuestros próximos rivales se pronuncian a favor del perdón a Paolo Guerrero. Cuando el seleccionado uruguayo le desea pronta recuperación al egipcio Mohamed Salah para encontrarlo en la cancha. Cuando Perú recibe las generosas respuestas de las federaciones de Francia y Australia después de compartir un hermoso video que habla de nuestra incombustible esperanza. Cuando el portero del Liverpool pide perdón a una tribuna enfurecida y esta le responde con aplausos. Cuando los jugadores daneses reescriben su himno nacional para cantar ese emotivo homenaje al pueblo del Perú. Honor. Solidaridad. Compromiso. Cuando estas cosas suceden, el fútbol muestra otra cara, una que ya no esperaba encontrar nunca más.

En estos días somos testigos de que la ruda competencia puede invitar a la amistad. Que la vocación de triunfo llama al respeto. Que dar la vida por tres puntos, por seis puntos, por nueve puntos, no nos tiene que hacer salvajes. En un país sin líderes ni sueños colectivos, el furor alrededor de esta selección y su admirado capitán debe estar expresando una inmensa necesidad de romper con el maleficio, con esta orfandad que nos suele empujar a la mala onda. El fútbol como catalizador de las buenas energías. El Mundial como una inmejorable oportunidad para demostrar que a través de la competencia sabemos compartir un planeta y que tenemos un extraño lenguaje común, que somos una especie singular que se reúne a cantar, y a sufrir, y a disfrutar, alrededor de una cosa redonda e inflada que va de aquí para allá. Millones conectados a un misterio. Millones a favor de la paz.