Se suele repetir, no sin razón aparente, que las grandes ciudades, donde la vida cobra infinidad de rumbos y matices, terminan definiendo el carácter de sus habitantes por la forma en que procedencias, destinos, aspiraciones o culturas se cruzan en calles y plazas.

Lima no escapa a la especie: en ocasiones de manera imperceptible, otras sin mayor orden ni concierto, a menudo en conflicto, estos cruces la determinan y al mismo tiempo, conviene recordarlo, han generado también confluencia de intereses y necesidades organizados alrededor de un bien común, de objetivos plausibles que, aunque parciales inicialmente, tejieron luego redes de solidaridades y comportamientos sociales que desembocaron en una identidad colectiva más o menos reconocible.

Es así como se produjeron y consolidaron, por ejemplo, las transformaciones en la fisonomía de la llamada Ciudad de los Reyes durante los últimos decenios del siglo pasado, hasta convertirla en un crisol de migrantes provincianos ya completamente establecidos como limeños, trabajando para mejorar sus vidas y la de sus familias, incorporando de paso rasgos de sus regiones o pueblos de origen a lo que ahora es esta ciudad.

El aniversario 485 de Lima llega, en ese sentido, bajo circunstancias extrañas, con sus dos últimos alcaldes investigados o encarcelados por sus vínculos con la corrupción, pero a la vez con nuevos liderazgos decididos a dejar atrás el deshonroso legado de esas gestiones y a enfrentar en serio males endémicos como el caos vial y la informalidad que domina el transporte masivo, la desatención en los servicios de agua y desagüe, la violencia e inseguridad de sus calles, las demandas de infraestructura, todos, en fin, problemas ciertamente imposibles de resolver de un día para otro y que, pese a ello, quienes aquí vivimos celebramos con esperanza cualquier avance hacia su solución, por mínimo que parezca.

Todo esto es Lima, una suma de carencias y aspiraciones en una realidad bulliciosa y efervescente, múltiple y agresiva, inexplicable, impredecible, cuya huella en la personalidad de los limeños de hoy y de antes es todavía difícil de medir, pero que nadie en su sano juicio puede negar. Así la vivimos y así la queremos.

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