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Libertad de expresión y los crímenes que se cometen en su nombre

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El lenguaje es un campo de batalla fundamental en la política contemporánea. Diversos grupos se apropian de conceptos que suenan bien para esconder intenciones contrarias. Los países tras la cortina de hierro soviética se llamaban a sí mismos “democracias”, aunque eran sistemas totalitarios de partido único.
La ultraderecha en Alemania, que hoy tiene un peligroso apoyo del veinte por ciento, utiliza el término “etnomulticulturalismo” para referirse al viejo racismo y xenofobia, bajo un ropaje verbal de amplitud.
Desde su origen, Estados Unidos, junto a explicaciones sobre un gobierno limitado y la libertad personal, ha arrastrado una dualidad moral en la que el racismo y la supremacía blanca usan un vocabulario de libertad, cristianismo y valores tradicionales. Los supremacistas blancos hablan ahora de preservar su cultura y su libertad para ejercer y organizar el odio, usando un lenguaje ajeno a sus intenciones.
La libertad de expresión ha sufrido una conquista similar. Desde la antigua Grecia con su concepto de parrhesia, hasta la interpretación moderna dentro de las democracias liberales con la idea de “libertad negativa” de Isaiah Berlin, este derecho ha sido fundamental para las sociedades abiertas. Berlin distinguía la “libertad negativa” como la ausencia de obstáculos impuestos sobre el individuo, creando un ámbito de seguridad para su desarrollo. Esto lo diferencia de la libertad positiva, la capacidad de hacer lo que se quiera, incluso afectando la libertad de otros. Lo llama la paradoja de la libertad, que ocurre cuando la libertad se usa para acabar con ella.
Karl Popper, en “La sociedad abierta y sus enemigos”, habla de la trampa de hablar de tolerancia para legitimar a la intolerancia, porque entonces la sociedad abierta será socavada por sus enemigos en nombre de la misma sociedad abierta.
En la actualidad, la libertad de expresión se utiliza para referirse a los discursos de odio, que no son solo un reflejo de prejuicios existentes, sino el programa de la ultraderecha y el combustible principal de su demagogia y agitación. Su fin es acallar la protesta de los relegados. Quienes hablan así consideran sacrificables unas libertades negativas en función de una positiva, compartiendo la política de la segregación. Incluso lo denominan “derecho a ofender”.
Los organizadores de estas facciones hablan de su libertad y se identifican como libertarios, diciendo luchar contra el totalitarismo que no los deja expresar su agresión grupal, su odio identificado como cristianismo y valores tradicionales. Usan un ropaje cuidadosamente articulado que va más allá de la libertad positiva de Berlin, porque no toleran esto, sino que es su ejercicio exclusivo contra los grupos que odian o temen. Se victimizarán cuando se discute el discurso religioso en que sustentan su moral recortada.
La ultraderecha que amenaza a las sociedades abiertas fomenta un concepto de libertad similar a la del asaltante de asaltar, el estafador de engañar y el agresor de agredir. La palabra también daña; la difamación y el acoso organizados y sistemáticos para destruir personas o grupos son tanto o más dañinos que la violencia física. La estigmatización es un arma poderosa, por eso les interesa. No necesitan ser autores materiales de los actos de violencia, manejan un discurso que legitima los ataques.
No pueden ser ofendidos. Si aquellos que se oponen a sus injusticias a su vez se organizan, lo llaman “cultura de la cancelación”, identificándola como totalitarismo que afecta su libertad. La diferencia conceptual entre la segregación organizada y la cancelación que temen es que la primera la ejercen ellos y la segunda es una respuesta a ellos. Lo de ellos es lo “normal”, como lo era la supremacía del varón.
El aporte de Berlin y Popper es importante para entender que la libertad tiene límites que la preservan como valor universal dentro de un marco de igualdad ante la ley. La libertad de expresión en términos heroicos resguarda la crítica y el desafío al poder, no el ataque a ciudadanos indefensos. Sin justicia, la libertad es aniquilada. Esto no significa que toda medida contra los discursos de odio sea correcta, pero el acceso a la justicia de quienes son perseguidos mediante ellos debe ser amplio.