El uso del lenguaje supone una forma de vida. Las naciones, los grupos sociales, las parejas, eligen ciertas maneras de hablar porque estas corresponden a su manera de vincularse con otras personas y con el mundo. Es distinto el lenguaje que se usa en un cuartel del que se emplea en una empresa que quiere vender algo. (Esta idea pertenece al segundo Wittgenstein, el único filósofo que no tuvo etapas en la evolución de su pensamiento, sino que produjo dos filosofías absolutamente diferentes y aun excluyentes.) ¿Qué lenguaje prefieren las instituciones de los peruanos? Es fácil comprobar que el Estado ejerce el del autoritarismo, cuando no la indiferencia, ante la sociedad civil. Y lo hace en escuelas, hospitales, comisarías… Ante nuestras graves urgencias, el Estado nos desprecia.
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Cuando llevo a mi madre a Essalud, veo siempre que los médicos, incluso los más jóvenes, se niegan a tratarnos de “usted”. “A ver, mamita, ¿qué tienes?”, le preguntan a una mujer de ochenta y un años. “Levántate la manga para vacunarte”, me ordena una chica de veinte años. Cuando le pido que no me tutee, la joven me responde: “No te estoy tuteando”. Aquí el interés se duplica, pues la doctora que empieza su vida profesional no solo ignora cómo hablarles a sus pacientes respetuosamente, sino que ni siquiera se da cuenta del uso del idioma que está haciendo. Frutos de la educación. Una vez le pregunté a un médico si al tutearme me autorizaba a tutearlo a él; me miró con una suerte de triste desconcierto: “Nunca lo había pensado”, respondió.
Autoritarismo e indiferencia son ejes de nuestra vida pública que naturalizan la violencia. Sea cual sea su tienda política, quien elige tutear al otro y le niega el derecho de hablarle en los mismos términos se ubica en una posición de superioridad y de abuso. El gastroenterólogo que atendió a mi madre a lo largo de varios meses cometió la grave negligencia de ignorar un tumor maligno de colon, porque no escuchó los síntomas que ella declaraba. Cuando estaban a punto de operarla de emergencia, siempre en Essalud, por ese tumor, el cirujano piropeaba burdamente a las practicantes, quienes lo toleraban con estoicismo. El mismo cirujano se ofendió y me gritó porque me atreví a preguntarle su nombre. Yo debía reducirme al silencio. Las enfermeras me llevaron bajo una efigie del Corazón de Jesús para que rece. Tal era el lugar que, según su mentalidad, me correspondía.
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