(Perú21)
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El proceloso mar de las casualidades los arrojó a las orillas del rencor y los rebajó a la ínfima condición de enemigos.

Niños curiosos, de familias pudientes, Barclays y Bedoyita fueron amigos en el colegio inglés. Siendo adolescentes, todavía en el colegio, empezaron a distanciarse. Bedoyita quería ser músico, baterista, y vivir en Nueva York. Barclays quería ser un político y fantaseaba con ser presidente.

El último año del colegio tuvieron una pelea no menor. Barclays trabajaba, después de clases, en un periódico conservador. A pesar de que apenas contaba diecisiete años, ya era columnista político. Bedoyita leía las columnas de Barclays y se burlaba de ellas porque su amigo usaba palabras rebuscadas, alambicadas, para darse aires de culto o culterano. Embriagado por la pasión musical, Bedoyita escribió un artículo sobre los Rolling Stones, se lo entregó a Barclays y le pidió que lo publicase en el periódico. Barclays lo leyó y le pareció que estaba mal escrito. No dudó en hacerle numerosas correcciones de estilo, tratando de preservar el contenido, sin grandes alteraciones. El artículo apareció en el diario, firmado por Bedoyita. Pero no era el texto que Bedoyita había escrito. Barclays lo había corregido tan minuciosa y obsesivamente que Bedoyita se sintió traicionado: al cuerpo del artículo le habían hecho tantas incisiones o heridas que lo habían dejado despedazado, sangrando, o así pensó Bedoyita. Montó en cólera, llamó a Barclays y le dijo:

-¿Quién carajo te has creído? ¡Has destrozado mi artículo! ¡Lo las hecho mierda!

Barclays pensaba que el artículo había mejorado, gracias a sus correcciones. Bedoyita creía que Barclays le había saboteado el texto con las más ruines intenciones. Me envidia, pensó, por eso jodió mi artículo.

La oportunidad de la venganza se le presentó a Bedoyita en la fiesta de promoción. Bedoyita acudió con su novia. A Barclays lo acompañó una amiga seis años mayor que él: modelo, extraordinariamente guapa, un cuerpo deslumbrante, había cumplido veinticuatro años. Cuando Barclays entró en la fiesta tomado de la mano de ella, la modelo Dalmacia del Valle, sus compañeros de promoción la miraron arrobados y salivaron distintos grados de deseo o calentura por ella. Los he dejado fríos, me están envidiando, pensó Barclays.

Lo que Barclays no sabía ni sospechaba era que Dalmacia aspiraba cocaína. Cada media hora, se retiraba al baño y volvía desbordada de euforia. Mucho más perspicaz que Barclays, Bedoyita comprendió que Dalmacia acudía frecuentemente al baño porque estaba consumiendo cocaína. Encontró la manera de coincidir sigilosamente con ella en la puerta del baño, sin que Barclays lo advirtiera. Entraron juntos y, al aspirar cocaína, compartieron un secreto, se hicieron cómplices de una conspiración ensimismada. Cuando a Dalmacia se le acabó la cocaína, le dijo a Barclays que iría un momento al baño y volvería enseguida. Pero no regresó. Se fue con Bedoyita, tal vez a comprar cocaína, o a follar juntos, o a ambas cosas. Lo cierto es que no regresaron ni tan siquiera cuando ya había amanecido. Bedoyita se quedó con la mujer más linda de la fiesta. Barclays se sintió humillado. Ahora estamos empatados, pensó Bedoyita.

Meses más tarde, ambos ingresaron a una universidad de prestigio. Barclays había estudiado mucho más que su amigo y tenía mejor memoria que él. Debido a eso, entró en el puesto 28. Bedoyita se sintió feliz de ingresar en el puesto 314.

Raramente se encontraban en la universidad. Apenas cruzaban palabras. Barclays quería estudiar leyes, ser un abogado, dedicarse a la política. Bedoyita quería estudiar literatura y ser un escritor. Barclays se hizo famoso porque salía en televisión hablando de política, a pesar de que apenas contaba diecinueve, veinte años. Ganaba mucho dinero. Manejaba un auto de lujo. Viajaba asiduamente a Buenos Aires. Bedoyita consiguió trabajo como reportero de una revista semanal. Escribía con un talento singular. Escapaba de la fama como si fuera una enfermedad mortal. No se dejaba fotografiar. Era un ermitaño, un misántropo, un anacoreta. A veces se encontraban en alguna discoteca subterránea. Bedoyita lo saludaba displicentemente y se alejaba de él, como si Barclays apestara. Me envidia porque soy famoso y gano mucho dinero, pensaba Barclays. Es un exhibicionista, un narcisista, pensaba Bedoyita.

Cuando Barclays empezó a publicar una columna en la revista semanal que competía con la de Bedoyita, este lo llamó por teléfono y le dijo:

-Eres un traidor. Me copias, me imitas. Pero esa revista quebrará.

Bedoyita tenía razón: la revista en la que publicaba Barclays desapareció de circulación.

Acicateado por su madre, Barclays perseguía la fama, el poder, el dinero. Bedoyita, con gran elegancia, evitaba todo aquello sistemáticamente. Salía con una cantante. Era preciosa. Sus ojos prometían el nirvana. Tenía una voz sobrecogedora. Cantaba en bares exclusivos para melómanos. Se llamaba Genoveva. Solo vestía de negro. Cuando Genoveva y Bedoyita pelearon, al parecer porque Bedoyita amaba la fiesta de los toros y a ella le parecía una ceremonia sádica y cruel a la que se negaba a asistir, Barclays no tardó en invitarla a su programa de televisión. La entrevistó, la aduló, la cubrió de elogios inmoderados, la trató como a una diosa. Sensible a los halagos, vulnerable a las palabras del anfitrión, Genoveva disfrutó inmensamente de la entrevista. Tal vez por eso se entregó a Barclays esa misma noche. Hicieron el amor en el auto de Barclays, mirando el mar de noche, esa penumbra infinita. Genoveva no sabía que Barclays estaba vengándose del incidente de la fiesta de promoción, de la perfidia de Bedoyita cuando sedujo y poseyó a Dalmacia del Valle, afiebrados de cocaína. Genoveva pensó que Barclays se había enamorado de ella. Pero Barclays no volvió a llamarla. Como era predecible o inevitable, Genoveva terminó contándole a Bedoyita que se había acostado con Barclays. Le echó la culpa a la marihuana. Estábamos muy volados, dijo. Bedoyita pensó: Barclays es un traidor.

Tiempo después, Barclays publicó su primera novela. Tuvo un gran éxito de crítica y ventas. Desde su revista, Bedoyita se empecinó en desprestigiar a Barclays. Todas las semanas escribía y publicaba unas cartas, adjudicándoselas a supuestos lectores cuyos nombres se inventaba, que decían las cosas más insidiosas contra Barclays. Era lo que Bedoyita pensaba, solo que no lo firmaba él, renuente a la exposición pública, sino unos lectores que se inventaba. Barclays sintió que Bedoyita envidiaba su improbable éxito como escritor. Publicaba una novela cada dos años. Sus libros se vendían bien, tenían buena crítica, ganaban premios. Desde su revista, anónimamente, Bedoyita hacía una escabechina de Barclays no solo en las cartas de los lectores que él escribía furtivamente, sino en las críticas que un escritor, Iván de la Nuez, publicaba contra los libros de Barclays, siempre rebajándolos, menoscabándolos, diciendo que eran pura basura comercial, burdas operaciones de mercadeo y propaganda, cosas que daban asco, repugnancia. Dolido, Barclays pensaba: Bedoyita e Iván de la Nuez están enfermos de envidia, no perdonan mi éxito como escritor. Desdeñoso, Bedoyita pensaba: Barclays no es un escritor, es tan solo un vendedor de libros, un vendedor de sí mismo.

Sin embargo, Barclays seguía leyendo los artículos que Bedoyita publicaba en la revista semanal y pensaba que su amigo escribía como los dioses.

Se encontraron un par de veces en restaurantes. Barclays se acercó a saludarlo, le dejó su teléfono, le pidió que lo llamase para salir a cenar, pero Bedoyita no condescendió en llamarlo.

Barclays siguió siendo famoso y se hizo rico por las fortunas que ganaba en televisión y por antiguos dineros de familia. Cada dos años publicaba una novela y se fatigaba promocionándola en viajes crecientemente vanos o envanecidos. Bedoyita renunció a la revista y fue contratado como editor de un periódico. Desde esas páginas, fichó a otros críticos que se ensañaron con las novelas de Barclays.

El proceloso mar de las casualidades los arrojó a las orillas del rencor y los rebajó a la ínfima condición de enemigos.

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