El día que se confirmó que la presidenta se había sometido a una rinoplastia secreta, su nariz —humillada— decidió abandonarla.
Al llegar la tarde, aprovechando la siesta, haciendo un movimiento igual al de una estrella de mar cuando se desprende de una roca, la nariz se desvinculó del rostro presidencial.
Cogió un puñado de billetes que había sobre la mesa de noche y abandonó Palacio por una ventana. No era resentimiento, sino fastidio. Se sentía utilizada.
En el vecino Cordano se pidió una butifarra y una cerveza. No podía creer lo que se había estado perdiendo por estar restringida a cara ajena.
La plenitud le hacía ver con desinterés el noticiero que se difundía desde un televisor en la pared. Los ministros habían sido convocados de urgencia. Eso explicaba el aroma familiar a humedad que le llegaba al Cordano. Tomó una decisión en silencio.
Salió a la calle y cogió un taxi. ¿Adónde se dirige?, preguntó el conductor. A la Embajada de México, respondió la nariz disimulando un eructo de cerveza.
En el camino, a través de la radio, volvió a escuchar noticias de Palacio. Según trascendidos, la presidenta había perdido la nariz. Para algunos constitucionalistas, una presidenta sin perfil presidencial ponía el cargo en riesgo.
Sus adversarios eran más mordaces. Esa señora nunca tuvo olfato político, declaraba a la radio un rival.
Ante las reiteradas menciones, la nariz notó que el chofer la empezaba a mirar insistentemente a través del espejo retrovisor. En su propio reflejo reparó que había aumentado de tamaño. Ya era una nariz del tamaño de un humano adulto. Decidió adelantarse ante el taxista:
—Por si acaso, no soy yo esa nariz. Ni la conozco.
—Chévere, acotó el conductor.
En realidad, el chofer no estaba convencido de eso. Camino a la embajada, se desvió y se dirigió a la comisaría de Miraflores. Al llegar, sin apagar el vehículo, salió dando alaridos diciendo ¡la nariz, la nariz!
Los efectivos de guardia abrieron con cuidado la puerta de atrás. ¿Todo bien, caballero?, le preguntaron a la nariz, que tranquilamente fumaba un cigarro mientras revisaba un celular, el que el chofer había dejado botado.
En la comisaría le invitaron un café mientras le advertían del riesgo de tomar taxis de la calle. Hay mucho secuestro al paso, no se exponga. ¿Le quedan cigarros, mister? La nariz les dejó la cajetilla. Lo podemos acercar a su destino, le ofrecieron con gentil reciprocidad.
La nariz llegó a la embajada en patrullero. Eso facilitó que la atendieran inmediatamente. Pidió un tequila para templar el carácter.
Estoy acudiendo a ustedes en busca de asilo político, le explicó al embajador. La nariz estaba versada en el tema. Citó el Pacto de San José.
El embajador esperó a que la nariz terminara su alegato para responderle:
—Mire, lo acogemos en virtud de la tradición sagrada a favor del asilo que observa México, pero sepa usted que el Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú ya había emitido una alerta a las delegaciones diplomáticas en Lima advirtiendo la posibilidad de su llegada. La presidenta nos encarga decirle que le urge conversar con usted. Pide que lo considere un favor personal.
La nariz, luego de una pausa, propuso una salida:
—Dígale a la presidenta que solo hablaré con ella si antes el doctor Cabani da una conferencia de prensa a nivel nacional pidiéndome disculpas.
—Disculpe, pero ¿quién es el doctor Cabani?, preguntó el diplomático honestamente confundido.
—Ella sabe, respondió la nariz secando el tequila de un trago.
Menos de una hora después Cabani, cirujano plástico, ya había sido llevado a Palacio por Seguridad del Estado. Usted es tan responsable como yo de esta situación, doctor, le dijo ella con gravedad. Estas son las disculpas que usted leerá ante las cámaras, le informó mientras le entregaba dos hojas de papel.
La nariz vio el mensaje del cirujano mientras seguía departiendo con los mexicanos. Degustaban taquitos. A la nariz le satisfizo escuchar palabras como “se han mancillado honras” y “me arrepiento profundamente”. Luego, se enteró de que Cabani volaba esa noche en vacaciones forzadas a Playa del Carmen, negociadas entre Torre Tagle y sus temporales anfitriones.
¡Tenemos que volver a vernos!, le dijo el embajador a la nariz al despedirse entre abrazos y coreando una ranchera. Gracias a la escolta, el apéndice llegó a Palacio a los pocos minutos. Ya era tarde.
La presidenta la recibió en sus habitaciones con un discreto “bienvenida a casa” mientras se sacaba el vendaje que le cubría el lugar donde antes tenía tabique. Sin nariz parece calavera, pensó la nariz.
Restituida a su tamaño normal y en absoluto silencio la nariz procedió a reincorporarse a la cara presidencial, y se fueron a dormir.
Como a los diez minutos la nariz habló:
—Mira, no soporto que duermas boca arriba. Me desvelo y no descanso.
La presidenta inmediatamente se reacomodó de lado, susurrando un sumiso “disculpa, no lo sabía”.
La nariz no dijo nada y se quedó dormida. La presidenta tuvo insomnio. La nariz soñó con butifarras.