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Son tan impactantes las movilizaciones de la sociedad chilena o la confrontación boliviana, ocurren tan cerca, que nos hacen perder de vista que al parecer estábamos ante un fenómeno universal. Vimos ya las movilizaciones de los chalecos amarillos en Francia, o la de los jóvenes en el Líbano, en España o en Dinamarca, o aquella convocada por la joven sueca Greta Thunberg, aunque esta tenga características distintas a las que componen esta ola mundial de descontento y violencia; para empezar, tiene un rostro.

Comparten todas, incluyendo la de Greta, una distancia crítica muy grande de las sociedades a sus élites. Pareciera ser la conclusión de un libro escrito a fines de los noventa de título La rebelión de las élites y la traición a la democracia, de Christopher Lasch. Conservador y republicano inteligente, al autor le preocupa el adelgazamiento de la vida pública, la pobreza cuando no la ausencia de discusión sobre los asuntos de todos, el cercenamiento del debate en favor de una idea recortada y falsamente liberal que reduce la democracia a una oportunidad de hacer dinero. Y alrededor de ella se ha conformado una élite que, con un lenguaje construido lleno de lugares comunes, no han hecho sino consagrar un estado de discriminación e injusticia que ni siquiera puede nombrarse. Preocupada solo por su reproducción, que es la reproducción del privilegio, ha terminado por convertir la virtud de la tolerancia en simple indiferencia. El mundo de la empatía cero.

Si esta es la situación, ¿puede extrañar lo que está ocurriendo? Nos sorprende, pero… ¿puede extrañarnos? Cada circunstancia nacional encontrará su propia poesía, el modo en que se exprese el descontento, el modo en que se logre un nuevo nivel de acuerdo. En la región, por lo que el incipiente debate chileno indica, por lo que indica nuestra propia realidad peruana, miremos con ganas de ver, hay un consenso que se ha roto. Se requieren con urgencia cambios que otorguen igualdad de oportunidades. Cambios de verdad, no cosméticos. Y será mejor anticiparnos antes que la edad de los estallidos sociales nos alcance. Regodearse en la imposibilidad peruana de que aquello no pasará aquí es un pésimo consejo. En vez, es mejor preguntarse cuánto debemos invertir para que tengamos un mínimo de Estado de bienestar que permita conservar aquello que hemos hecho bien en las últimas décadas, señaladamente, la estabilidad macroeconómica que es condición de prosperidad para todos. Condición necesaria pero insuficiente.

Es necesario salir de nuestra apoltronada comodidad y en la intemperie preguntarnos por los cambios que necesitamos. Claro, si es que queremos conducir y compartir las transformaciones que nuestra gente necesita, y no solo sufrirlas.

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