Tenemos que rebajarte el sueldo a la mitad.

El dueño del canal de televisión, arrellanado en una poltrona, fumando un habano, alisándose el bigote, prosiguió con las malas noticias:

-El canal está endeudado. Las ventas han bajado. Los acreedores nos exigen bajar los costos a la mitad. Si no lo hacemos, nos quitarán el canal.

El dueño de la televisora parecía preocupado, pero no angustiado; inquieto, pero no asustado. Estaba acostumbrado a deber millones. También estaba acostumbrado a ganar millones.

Barclays, la estrella del canal, encajó el golpe con aplomo. Irritado porque el dueño fumaba y lo intoxicaba con el humo del habano, dolido porque el magnate parecía disfrutar de adelgazarle el sueldo, firmó las enmiendas al contrato, aceptando ganar la mitad.

Esa misma noche, Barclays se reunió con sus colaboradores y anunció que no podría seguir pagándoles los sueldos a los que estaban acostumbrados: tenían que aceptar un recorte de cincuenta por ciento. Devastados por la pésima noticia, se resignaron a aceptarla, a falta de un mejor horizonte. Pero uno de ellos, Espinosa, el director de cámaras, se indignó y levantó la voz, mirando a Barclays con animosidad:

-¡Ni a cojones me vas a pagar la mitad! ¡Yo no puedo vivir con la mitad de mi sueldo!

Espinosa era el director de cámaras, pero, en realidad, era un artista, un artista incomprendido, o así se sentía él. Diletante, excéntrico, supremamente talentoso, tenía un instinto infalible para elegir la toma correcta, el tiro de cámaras perfecto. Vivía solo. Era un playboy en sus tardíos cuarentas. Era muy guapo y además simpático, ocurrente, encantador. Cambiaba de novia cada dos o tres meses. Vivía en apartamentos alquilados, se mudaba todos los años. Era un sibarita. Gastaba su dinero en comidas, bebidas, ropa, autos de colección generalmente descapotables.

-¿O sea que yo voy a ganar la mitad y tú no? -le preguntó Barclays-. ¿Todos vamos a ganar la mitad y tú no?

Espinosa se puso de pie, miró a Barclays de modo desafiante y dijo:

-Tú vas a ganar la mitad de una fortuna. La mitad de una fortuna sigue siendo una fortuna.

Los demás colaboradores lo miraron con genuina admiración.

-Pero yo gano un sueldo de mierda -siguió Espinosa-. Lo que me pagas es mucho menos de lo que yo valgo. ¿Y ahora quieres pagarme no una mierda, sino la mitad de una mierda? ¡No jodas, hombre! ¡No lo acepto! ¡A mí no me tocas los cojones!

Barclays y Espinosa llevaban quince años trabajando juntos. Eran amigos. Barclays no se sentía el jefe, Espinosa en ningún caso se consideraba el subordinado, el avasallado. Salían a cenar juntos cada tanto, después del programa. Espinosa narraba sus épicas conquistas amorosas, era un donjuán consumado. Barclays lo admiraba. Por eso le dolió decirle:

-Entonces estás despedido.

Espinosa se quedó mudo, intensamente pálido. No lo podía creer. Barclays, su amigo de tantos años, lo estaba echando, expectorando como una flema, un gargajo, humillándolo ante el equipo.

-¡Eres un traidor! -le gritó a Barclays, y se retiró, dando un portazo.

Fue uno de los momentos más tristes y espantosos en la carrera de Barclays. Se sintió una mala persona. Los días siguientes, Espinosa le dejó mensajes en el teléfono llenos de procacidades rencorosas, amenazas, insultos y obscenidades:

-Tu programa es una mierda. No lo ve nadie. Te van a despedir. El canal va a quebrar.

Barclays no respondía a los insultos de su examigo, pero se preguntaba si no había sido injusto al despedirlo.

-Ojalá te dé cáncer y te mueras pronto -le dijo Espinosa.

Pero el canal no quebró y Barclays no fue despedido ni se murió. Porfiado, encontró la manera de seguir haciendo el programa más exitoso del canal. De hecho, no tuvo dificultades en contratar a otro director de cámaras, un señor que vivía levemente alcoholizado.

Sin trabajo, sin ofertas de trabajo, desairado por los canales de televisión a los que se ofreció, Espinosa sorprendió a sus amigos, reinventándose de una manera que nadie habría sospechado: se convirtió en cantante. No daba conciertos, solo cantaba en fiestas, casamientos y eventos privados. No cantaba canciones suyas, solo las de Frank Sinatra. Como tenía muchos amigos, y cantaba maravillosamente, y era guapo y seductor, el último playboy de la ciudad, le llovieron invitaciones, contratos, compromisos de toda índole. De pronto Espinosa era feliz, mucho más feliz que cuando trabajaba con Barclays, y ganaba más dinero cantando en fiestas que cuando era director de cámaras. El imbécil acomplejado de Barclays me hizo un favor al despedirme, pensaba Espinosa. Ahora el artista soy yo, la estrella soy yo, pensaba, disfrutando de su tardío e improbable éxito como una suerte de Sinatra redivivo.

Hasta que, en una fiesta que dio el dueño del canal, Espinosa fue contratado para cantar, dio un espectáculo sobrio y enjundioso y conoció a la hija del dueño, una joven de treinta años. Fue un amor fulminante, a primera vista. Ella quedó encandilada por la belleza del cantante, su elegancia natural, su voz suave y sus maneras de torero, el brillo risueño de su mirada. Hicieron el amor esa misma noche, en la limosina que había alquilado Espinosa para llegar como una estrella a la casa del magnate. Se hicieron inseparables. Espinosa se mudó al apartamento de la chica. Siguió cantando. No veía televisión. Veía películas, series, documentales, pero no perdía su tiempo viendo televisión abierta, a la antigua. Se olvidó de Barclays, dejó de enviarle mensajes. Se hizo amigo del dueño del canal, su suegro o casi suegro. Aunque detestaba viajar en avión, terminó viajando con su novia y su suegro en el avión privado de este último. Era ya parte de la familia.

Pareció una prolongación natural del afecto y la confianza que el magnate y su hija le tenían a Espinosa que le ofrecieran un puesto ejecutivo en la empresa familiar. Como lo querían y consideraban un artista, le ofrecieron la gerencia creativa o artística del canal, la gerencia de programación, de modo que él decidiera qué programas continuarían, qué programas serían dados de baja y qué nuevos programas lanzarían. Espinosa aceptó el desafío sin jactancias ni aspavientos. Le pagaban una fortuna, aun más de lo que ganaba Barclays. Desde luego, los fines de semana seguía cantando en fiestas de quinceañeras, en casamientos y aniversarios matrimoniales, en cumpleaños y eventos corporativos, y era siempre el rey de la fiesta.

De pronto convertido en jefe de Barclays y autoridad del canal, Espinosa citó a su oficina a Barclays y lo saludó con un frío apretón de manos.

-La vida te da sorpresas -le dijo.

Barclays no podía creerlo: su antiguo amigo y empleado, Espinosa, era ahora un cantante celebrado, novio de la hija del dueño y gerente artístico del canal. Ni en mis sueños más salvajes me hubiera imaginado esto, pensaba Barclays, esperando a que Espinosa le diera las malas noticias. En efecto, habló Espinosa:

-He decidido que no vamos a continuar con tu programa.

Barclays esperaba que le bajaran el sueldo, no que lo despidieran.

-Pero mi programa es un éxito -se defendió-. Tiene el rating más alto del canal.

Espinosa se relamía, saboreando el plato frío de la venganza:

-He decidido que no vamos a continuar con tu programa en el horario de las nueve de la noche. Lo vamos a pasar a las once de la noche.

Barclays sintió el golpe, pero en cierto modo respiró, aliviado. Espinosa continuó:

-Y no podemos seguir pagándote tanto. Vamos a bajarte el sueldo a la mitad.

Humillado, Barclays rogó:

-Por favor, no me hagas eso. De nuevo cortarme el sueldo a la mitad es un abuso.

-Si no te gusta, puedes renunciar y tomarte un sabático -dijo Espinosa.

Barclays bajó la cabeza, derrotado.

-Algo más -dijo Espinosa-. Los viernes voy a cantar en vivo una canción de Sinatra en tu programa.

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