A poco que se siga la política española, es fácil concluir que las tribulaciones del presidente Sánchez tienen su origen en una mujer, Isabel Díaz Ayuso, presidenta por mayoría más que absoluta, aplastante, de Madrid.
Isabel representa todo lo que detesta Sánchez: es directa, a veces malhablada, pero sobre todo triunfadora. Y a un hombre que concibe la política en términos absolutistas esto le saca ronchas.
Ella es su oscuro objeto de deseo letal. Todo le vale.
En España descubrir los secretos es un delito castigado con pena de cárcel.
En el propósito de derribar a la presidenta, puso en marcha un dispositivo con tintes delictivos. Se enteró de que la Fiscalía y la defensa del novio de Ayuso estaban en conversaciones para llegar a un acuerdo respecto a un delito tributario (algo perfectamente legal) y decidieron publicar de mala manera esas conversaciones, a fin de moverle el piso a la presidenta.
En ese empeño, se involucró al fiscal general de la nación, quien ajeno a los fines de su función constitucional, pasó la información al Gobierno. En eso consiste el delito de revelación de secretos.
A su vez, desde Moncloa se pasó esa información al líder socialista de Madrid, para que atacara a Ayuso. Este se percató de la jugada, y se cubrió las espaldas. De nada le valió. Descubierta su falta de lealtad, el partido lo lanzó a los leones.
Más que la reina a la que se quiere liquidar, Isabel es el rey que, sin moverse un ápice, observa cómo van cayendo las piezas: el fiscal de la nación imputado como delincuente; el otro, Lobato, defenestrado. Y Sánchez cada vez más atormentado con los versos de Borges: “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza…?”. ¿Será él el próximo?