Hace no mucho, el soporte de las naciones hacia el modelo democrático era mayoritario, sobre todo después del fin de la Guerra Fría. Sin embargo, se evidencia cada vez más una atracción hacia los autoritarismos. Decía Anne Applebaum, en El ocaso de las democracias, que “dadas las condiciones adecuadas, cualquier sociedad puede dar la espalda a la democracia. De hecho, si nos hemos de guiar por la historia, a la larga todas nuestras sociedades lo harán”. Como evidencia está la —para mí— exdemocracia estadounidense, que con Trump ha desenmascarado lo que tantos durante años han callado: el hartazgo por un modelo que para muchos se ha mostrado insuficiente. Es la nostalgia restauradora (en palabras de Applebaum) la que proclaman los nuevos autoritarismos, centrando sus discursos en frases como “Hacer España grande otra vez”, que para Vox supone mirar hacia la difunta Falange franquista. Lo mismo ocurre con Giorgia Meloni y el fascismo de Mussolini o con la nuevamente famosa “Make America Great Again”. Es una corriente que pone en la misma orilla a líderes como Putin y Trump. Basta con recordar cuando Trump, en una entrevista realizada por Bill O’Reilly, afirmaba sobre Putin: “Él gobierna su país y al menos es un líder, a diferencia de lo que tenemos en este país…”. Y esa poderosa corriente refuerza nuestra mentalidad binaria, donde se es parte de algo o se está en contra. Como consecuencia, el divisionismo que el Perú vive está muy lejos de ser un problema local; es una tendencia mundial. El problema es que el Perú carece por completo de una fortaleza institucional que pueda soportar, por lo menos por algunos años más, el embiste de las nuevas tendencias. A esa debilidad debemos sumarle la mercantilización de la política que, en un país corrupto hasta las entrañas como este, hace que la maraña sea inmanejable. Así las cosas, se nos plantea un futuro próximo muy complejo donde los discursos nacionalistas, violentos y discriminadores serán mayoría. Un futuro plagado de los errores del pasado.