Fui a ver La revolución y la tierra (LRYLT). Qué documental tan necesario para profundizar en el complejo entender del Perú. Con un archivo fílmico de valor incalculable, LRYLT nos acerca a ese Perú sentido, desplazado –tan lejano desde la Lima urbana–, y que es reivindicado con su sola exhibición. Esta semana tendrá casi 60 mil espectadores, un récord para una producción así. ¿Qué encanto tiene la película de Gonzalo Benavente para que el público aplauda de pie mientras corren los créditos finales?

El acierto de LRYLT está en exponer lo que no nos contaron de Velasco. Su gobierno revolucionario, convengamos, cometió una retahíla de errores y arbitrariedades; y sí, fue una dictadura. Hasta ahí, en líneas generales, era lo que se sabía. Velasco, así, estaba en la condición de bestia negra y gobernante abominable. Incluso, la propia reforma agraria –que es el proceso que aborda LRYLT– fracasó por la forma en que se emprendió; el documental lo admite.

Lo que ni Velasco alcanzó a contar, ni quienes lo acompañaron pudieron explicar, es lo que consigue decir claramente LRYLT: el Perú, antes de 1969, tenía esclavos, peones, ciudadanos de segunda y hasta de tercera clase. La costra colonial había dejado privilegios para unos pocos; y ellos no iban a permitir que les quiten ese Versalles en el que hacían –literalmente– lo que les daba la gana. Coincido con Hugo Neyra, quien participa en el documental, cuando dice que si Velasco no aplicaba estas reformas contra el feudalismo peruano del siglo XX, Sendero Luminoso habría ganado la guerra.

Así de claro y brutal. LRYLT es, por lejos, un primer paso para una necesaria y postergada reconciliación entre peruanos. Velasco no era un demonio y con los años entenderemos que liberó a otros compatriotas, tantos o más que los que liberó Castilla.

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