Este desenlace era previsible. Desde el inicio, los argumentos legales y políticos a favor de la constitucionalidad de la disolución del Congreso eran bastante más sólidos que los del lado opuesto, pero era necesario que el máximo intérprete de la Constitución pusiera un indiscutible punto final.

Ahora ya es oficial que la disolución no significó un golpe de Estado ni una ruptura constitucional. Más bien, los que han quedado como golpistas son los que pretendieron cooptar al TC. También los que intentaron vacar a Vizcarra y, al no poder hacerlo, acordaron suspenderlo en funciones. Con ellos, los que juramentaron a Mercedes Araoz como presidente del país sin ningún amparo legal. Igual los operadores mediáticos que celebraron toda esa criollada. Quisieron, con argumentos de tinterillo, entrar a Palacio de Gobierno por la puerta trasera. Actuaron contra lo que dicta la ley, la voluntad de la población y el mínimo tino político, motivados por sus propios intereses políticos y judiciales. Esta es una mochila pesada que todos ellos tendrán que cargar.

La tensión entre el Ejecutivo y el Legislativo ya se había diluido, pero el acuerdo del TC ayuda a darle un marco legal a la historia de lo que realmente pasó en tres años de obstruccionismo, donde con leguleyadas se quiso cambiar la realidad de los hechos: que efectivamente se negó la cuestión de confianza.

Como cereza de la torta, resulta paradójico que este desenlace termine fortaleciendo al presidente al que el fujiaprismo y sus aliados quisieron tumbar, así como al TC que intentaron capturar. Definitivamente, un punto de inflexión para la política nacional que trae una calma institucional que el gobierno haría mal en desaprovechar si lo que quiere es retomar la confianza y el crecimiento menoscabados por el Congreso disuelto.