(GEC)
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Es difícil encontrar las palabras correctas para esta columna. La tragedia supera al lenguaje. Entre la noche del sábado y la madrugada del domingo, Lima vivió una jornada de terror. Las marchas pacíficas de protesta contra el gobierno inconstitucional de Manuel Merino recibieron una represión injustificada, desmedida y cruel. Los protagonistas son una serie de políticos inescrupulosos y, lo más preocupante, la institución que debía protegernos: la Policía.

Dos personas muertas, más de 200 heridas, 23 aún hospitalizadas y 2 desaparecidas. Denuncias de agresiones a la prensa y la Defensoría, detenciones arbitrarias, violencia sexual, tratos degradantes, actos de amedrentamiento y amenazas. Este recuento no guarda relación alguna con la indignante conferencia de prensa para minimizar los hechos del General PNP Zanabria –funcionario, traído de Arequipa porque las autoridades policiales de Lima no dan la cara–. Más bien, nos habla de una orden, un plan y una ejecución contrarias a la Constitución y los derechos humanos.

Frente a una protesta hay dos actitudes posibles: criminalización o enfoque de derechos. Solo la segunda es propia de una democracia.

Esto pone sobre la mesa la necesidad de un perdón del Estado. Búsqueda, apoyo y reparación a las víctimas (ahora, sin que tengan que litigar por años). Investigación y sanción a los responsables. Y una reforma policial para que no se repita. Esta última involucra también los derechos de los buenos policías.

El gobierno de Francisco Sagasti es de transición y, por naturaleza, le corresponde una agenda reducida. Pero estos puntos son urgentes e ineludibles. De cara al bicentenario, debemos darnos cuenta de que son, en realidad, fundacionales.

Gratitud y reconocimiento para Inti Sotelo Camargo y Bryan Pintado Sánchez. Y mi solidaridad con sus familiares y amigos, así como con el resto de víctimas. El Perú no debe fallarles de nuevo.

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