(GEC)
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Simplificando en extremo las cosas, se podría decir que el Perú tiene dos agriculturas. (1) La agricultura exportadora de la costa. Aquella que empezó con el espárrago y que continuó con las uvas, paltas, cítricos, alcachofas, etc. y cuya estrella más reciente es el arándano.

Y (2) la otra agricultura. La que – valgan verdades– ocupa la mayor extensión e involucra a la mayor cantidad de gente. Aquella agricultura donde predominan la pobreza y la informalidad. La agricultura de la costa… del arroz, caña de azúcar, maíz, algodón, y cultivos de pan llevar. La de la sierra… donde predominan las pasturas y cultivos como papa, cereales andinos y hortalizas diversas. Y la de la selva… con el café a la cabeza. Pero donde también cultivamos cacao, arroz, maíz, y una gran variedad de frutas tropicales. Esta otra agricultura – por cierto – también tiene vocación ganadera y forestal.

A lo que quiero llegar es que –en términos generales– la agricultura exportadora de la costa está bien y la otra está mal. La pregunta es ¿por qué?

En mi opinión, la crisis de la otra agricultura se debe a 3 factores: escasez de agua en los estiajes, competencia desleal con productos subsidiados del exterior y baja productividad.

La escasez de agua en los estiajes se resolvería con un programa masivo de siembra y cosecha de agua. El Ministerio de Agricultura tiene el programa Sierra Azul. Pero el programa ha fracasado. Cientos de millones gastados en burocracias y consultorías innecesarias. Y muy poco en reservorios o plantaciones forestales.

La libre importación de productos agrícolas subsidiados constituye una gran torpeza política. ¡Claro que queremos libre comercio! Pero en igualdad de condiciones. ¿Por qué no fuimos capaces de establecer aranceles compensatorios para contrarrestar los millonarios subsidios que se aplican en EE.UU., Europa y otros países a productos como el algodón, azúcar, trigo, soya, leche, arroz, maíz, etc.? La verdad, no se entiende.

Por último, tenemos el factor de la baja productividad. A ese respecto, el Instituto Nacional de Innovación Agraria (INIA) es otro fracaso más. Nada que ver con el extraordinario Servicio de Investigación y Promoción Agraria (SIPA) de los años 60. El INIA es un monstruo burocrático –como muchos otros en el Estado– que cuesta un montón de plata, pero no sirve para nada.

Agua en los estiajes, aranceles compensatorios para contrarrestar los subsidios del exterior y asistencia técnica. Eso es lo que más necesita –y merece – la otra agricultura.

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