El inefable Barclays podría quedarse en casa, no ir a trabajar y no salir en su programa de televisión. Sin embargo, a riesgo de contagiarse, elige trabajar. ¿Por qué elige trabajar? ¿Porque necesita el dinero? ¿Porque considera que su trabajo es esencial a la comunidad? No exactamente. Barclays tiene la fortuna de no necesitar ese dinero. Podría vivir sin trabajar. Además, considera que su programa es total y completamente no esencial, irrelevante, prescindible, una hora de cháchara sobrevaluada. Entonces, ¿por qué elige salir a trabajar, cuando podría no hacerlo? Porque necesita trabajar para sentirse libre. Aunque considera que su trabajo es inútil, paradójicamente se siente útil haciéndolo. Aunque sabe que lo que dice en televisión carece de valor, decirlo a gritos, apasionadamente, como si fuera el fin del mundo, y vaya que ahora lo parece, le hace bien, le fortalece el ánimo.

Sin embargo, los dueños del canal, que consienten a Barclays, le han pedido, y luego exigido, y enseguida ordenado, que deje de recibir al público en el estudio. Aquella decisión, la de cerrar las puertas del canal al público que acudía en peregrinación para aplaudir a Barclays, fue objeto de una acalorada polémica entre Barclays y sus jefes. Ellos decían que, si el público continuaba asistiendo, corría el riesgo de contagiarse de la plaga. También alegaban que, si Barclays recibía a la audiencia, corría el riesgo de infectarse. Barclays afirmó que estaba dispuesto a correr esos riesgos. También dijo que su programa había sido siempre un foco de infección, de contaminación: mi programa, dijo, sintiéndose importante, aspira a esparcir viralmente las ideas de la libertad y a infectar las mentes antiliberales. Argumentó: no es mi papel el de cuidar la salud de mis espectadores, ellos saben cuidar su salud mejor que yo. Así como yo elijo venir al canal, a riesgo de enfermarme, dejemos que los espectadores decidan libremente. Los dueños prevalecieron. El canal cerró sus puertas al público. Barclays comprendió que la decisión había sido tomada para protegerlo. Voy a extrañar los aplausos y las risas del público, pensó.

La esposa de Barclays, preocupada por su salud, le pidió, y luego le exigió, y enseguida le ordenó, que se alejara de la maquilladora del canal, que dejara de maquillarse con ella. La maquilladora del canal atiende a mucha gente, dijo la esposa de Barclays, y no se pone mascarilla, añadió, y cuando te maquilla está demasiado cerca de tu boca y tu nariz, observó. Barclays comprendió que no debía discutir con su esposa. Se rindió: pensaba que el amor era una rendición gozosa, una capitulación no exenta de dicha. Ahora, todas las tardes, Barclays dejaba que su esposa lo maquillase. Era un momento de sumo placer. Barclays cerraba los ojos y su esposa le aplicaba cremas y polvos con una delicadeza, una minuciosidad y una paciencia que, a los ojos de él, solo podían expresar amor, deseos de protegerlo de la plaga y embellecerlo todo lo posible. Barclays no extrañó a la maquilladora del canal. Disfrutó tanto de que su esposa le pintase el rostro y suavizase sus rasgos viriles y respirase tan cerca de él, que celebró su buena fortuna, la de estar casado con una mujer a la que amaba y deseaba, y pensó que, cuando pasase la plaga, le pediría a su esposa que siguiera maquillándolo, solo para olerla tan de cerca y sentir sus esponjas y pinceles, sus brochas y cepillos, acariciándole el rostro.

Desde que salía de su casa al final de la tarde y manejaba por unas autopistas ahora despobladas, hasta que regresaba hacia la medianoche, Barclays solo tenía contacto con seis contadas personas: su editor, su productor, los tres camarógrafos y la jefa de piso. Irresponsable, suicida, libertario hasta las últimas consecuencias, Barclays no tenía miedo de contagiarse de la plaga, y a veces hasta deseaba infectarse para vivir la experiencia literaria y luego contarla, y le parecía (y así lo decía en público) que ningún burócrata debía atropellar sus libertades para, en teoría, cuidarle la salud o prolongarle la vida: deje que yo me la cuide solo, señor burócrata, pensaba Barclays, o que yo me la descuide solo, y que yo asuma las consecuencias de los riesgos que libre y voluntariamente elijo correr (y si otras personas desean salir a la calle, corriendo el riesgo de enfermarse, deje que ellas ejerciten su libertad y dispongan de su cuerpo, aun si deciden exponerse a un riesgo que pudiera dañar su salud y hasta interrumpir su vida: ¿qué es la libertad, si no la escogencia de los riesgos que uno desea correr en la vida, incluyendo el de morir?).

Así las cosas, el programa, que antes congregaba a decenas de personas que se reunían para celebrar los dichos de Barclays, ahora se había convertido en una reunión casi clandestina, una tribuna despoblada, fantasmagórica, un aquelarre de zombis, muertos en vida: el editor, el productor, los camarógrafos, la jefa de piso y Barclays estaban vivos, pero el temor de contagiarse, el recelo o la desconfianza de unos respecto de otros, la distancia que preservaban entre sí, el modo en que cada uno trataba al otro como si fuera infectado o sospechoso o enemigo agazapado, había extinguido una zona de humanidad que antes los unía y los había rebajado a la penosa condición de individuos aterrados de morirse.

Yo no tengo miedo de morir, pensaba Barclays. He pasado media vida tratando de interrumpir mi existencia, cavilaba. Es una cosa insólita e improbable que, a mi pesar, siga respirando, aunque ya con cierta dificultad, porque tantos aviones y tantas drogas legales e ilegales han minado mis defensas y me han dificultado el duro oficio de vivir. Si la plaga penetra en mi boca o mi nariz, no será la primera vez que algo malo, tóxico, venenoso, potencialmente letal, penetre en mi boca y mi nariz, pensaba Barclays: estoy habituado a ello, a dar un uso autodestructivo a mis orificios, de manera que no tengo miedo de que la plaga colonice mis orificios, se aloje en mi lengua, mis cavidades nasales, infecte a mis células, secuestre mi metabolismo, monte un campamento de células infectadas, corrompidas, descienda por mis tubos bronquiales y, una vez en mis pulmones, levante y agite su bandera, la negra bandera de la muerte, y me mate, si acaso, de neumonía. Si he de enfermarme, me enfermaré una vez más, porque ya elegir ser un escritor es vivir con una enfermedad incurable. Si he de morir por culpa de la plaga, moriré. Pero que ningún burócrata, por bien intencionado que sea, me despoje de mis libertades, secuestre mis libertades, me encierre en mi casa como si fuera un rehén o un prisionero, y me diga qué riesgos debo correr y qué riesgos no debo correr. Es mi cuerpo, mi boca, mi nariz, mis bronquios, mis pulmones; es mi vida, mi estragado organismo, mi incierto futuro; es mi libertad, la libertad de gobernar mi cuerpo prudente y juiciosamente, o imprudentemente, temerariamente, viciosamente. Mi cuerpo, piensa Barclays, no le pertenece al presidente de la nación ni al ministro de salud ni al jefe de la policía: es mío, solo mío, y yo decido cómo me cuido y cómo me descuido, y yo decido cómo quiero vivir y cómo quiero morir. Si ellos, los burócratas, los poderosos, tienen miedo de enfermarse, que se replieguen en sus infectas madrigueras y no salgan más, buen favor que nos harían. Pero yo no tengo miedo de enfermarme ni de morir, piensa Barclays. Yo elijo salir a la calle, elijo trabajar, elijo ponerme en riesgo, elijo ser libre. No quiero ser un muerto en vida. Quiero vivir plenamente, al borde del abismo, y morir plenamente, cayendo por el abismo. Déjenme elegir mi abismo particular y a cuántos pasos quiero estar del abismo.