(Perú21)
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La esposa de Barclays, Silvana, regresó del gimnasio y sentenció:

—Tenemos que cambiar las alfombras de mi cuarto. Son un asco.

Renuente a toda reforma o redecoración de la casa, Barclays preguntó:

—¿No podemos lavarlas?

—No -afirmó Silvana-. Quiero cambiarlas.

Barclays llamó a Mario, el empleado todoterreno, y le encargó que cambiase las alfombras. Salvadoreño, inmigrante indocumentado, padre de cinco hijos, miembro de una iglesia evangelista, Mario trabajaba con Barclays hacía poco más de diez años y era capaz de resolver el problema más complejo o intrincado.

Semanas después, Mario y sus lugartenientes pasaron a la habitación de Silvana, retiraron los muebles y sacaron las alfombras. Entonces ocurrió la primera de las varias sorpresas que, al levantar las alfombras, emboscarían a los Barclays. Debajo de la alfombra, el piso de madera se encontraba húmedo, carcomido, deteriorado, un extendido moho verduzco creciendo en las esquinas. Mario llamó a Silvana y Barclays, les mostró el mal estado de la madera y dijo que no debían colocar las nuevas alfombras sobre esa madera ruinosa, sino cambiar todo el piso. Pero antes, añadió, había que identificar por dónde se filtraba el agua que había podrido la madera.

Al día siguiente, Mario subió al techo, se puso a hablar por el celular, se resbaló y cayó, dando un alarido. Barclays y su esposa salieron corriendo, asustados. Mario se hallaba entre las plantas, gimiendo de dolor. Por suerte, no había perdido el conocimiento. Se había roto o dislocado un hueso del brazo derecho. Silvana llamó a una ambulancia. Mario trató de ponerse de pie, pero no pudo. En pocos minutos llegaron dos camiones de bomberos, haciendo ulular sus sirenas, bajaron seis hombres uniformados y se aproximaron a Mario. Uno de ellos le habló en español. Mario parecía nervioso, asustado. Dijo que no se había golpeado la cabeza, solo se había roto el brazo. El socorrista le pidió un documento de identidad. Mario dijo que no tenía ninguno. Era indocumentado, ilegal. Luego miró a Barclays con preocupación. Barclays entendió que Mario tenía miedo de que lo deportasen. Por eso habló con el jefe de los bomberos. Discretamente, bajando la voz, le preguntó si habría problemas legales, no teniendo Mario documentos. El jefe le aseguró que no, que Mario no sería detenido, que lo llevarían al hospital público más cercano y allí sería atendido de inmediato. Los bomberos colocaron a Mario en la camilla y lo cargaron cuidadosamente. Mario miró a Barclays como diciéndole: estoy en peligro, me van a deportar. Pero Barclays le aseguró que todo estaría bien.

Poco después, Barclays llamó a la esposa de Mario, le contó lo que había ocurrido y le dijo que Mario estaba en el hospital Jackson Memorial. Luego se dio una ducha, vistió traje y corbata y salió manejando deprisa al canal de televisión.

Terminando el programa, Barclays llamó a la esposa de Mario. Estaba desesperada, sollozando. No, no lo había encontrado en el hospital. No, no había registro de su entrada al Jackson. No, no contestaba el celular. La mujer pensaba que Mario había muerto o había sido arrestado. La puta madre, se dijo Barclays, quizás lo han detenido. Luego buscó entre sus contactos del celular al jefe de la iglesia de Mario y lo llamó. Lo conocía porque alguna vez había entrevistado en su programa al pastor de esa iglesia. Efectivamente, Mario estaba en casa del pastor. El religioso lo puso al teléfono. Mario le dijo a Barclays:

—Tuve que escaparme del hospital, señor. Me iban a deportar.

—¿Pero te han atendido el brazo?

—No. El brazo va a sanar solo, no se preocupe.

—¿Y por qué no has llamado a tu esposa? ¡Está desesperada!

—No puedo llamarla, señor. ¿Y si la migra escucha y viene? De repente la están siguiendo.

—¿Puedo llamarla yo?

—Sí, llámela usted. Dígale que estoy en casa del pastor.

Barclays hizo lo que Mario le pidió.

Al día siguiente, la esposa de Barclays contrató a una empresa especialista en mohos. Llegaron seis hombres en mamelucos celestes. El jefe del escuadrón examinó el piso deteriorado, frunció el ceño y soltó un discurso exagerado, autoritario, gritón, no consultando si podía hacer tales y cuales cosas, sino anunciando que las haría: quería remover el piso, las ventanas, parte del techo, y todo eso tomaría semanas y costaría miles de dólares. Barclays dijo a los gritos que solo debían retirar el piso de madera, nada más. Pero el jefe alegó que era indispensable encontrar el origen de la filtración y atacar dicho problema, de modo que el nuevo piso no acabase pudriéndose también.

—¡Me importa un carajo si el nuevo piso se pudre! -gritó Barclays-. ¡No van a romper las ventanas y el techo! ¡Ni a cojones! ¡Acá no manda usted! ¡Acá mando yo!

—Qué decepción -musitó el jefe del escuadrón-. Yo era su fan. Ha perdido usted un fan.

—¡Me importa un carajo perder un fan! -siguió ladrando Barclays-. ¡Pero no van a romperme la casa para sacarme más dinero! ¿Me ha visto cara de imbécil?

Pactaron el precio por retirar el piso de madera. Barclays le pagó por adelantado. Luego se retiró, enfadado, y se encerró en su habitación. Llamó por teléfono a su esposa. Silvana acudió enseguida.

—¡Tú tienes la culpa de todo este caos! -le gritó Barclays, furioso-. ¿No podían lavar tu alfombra? ¡Eres una neurótica, todos los meses quieres redecorar la puta casa!

Silvana demostró su profunda superioridad intelectual y emocional, guardando silencio.

—¡Por tu culpa Mario se ha roto el brazo! ¡Y ahora estos energúmenos vienen a romperme la casa para sacarme una fortuna!

Una hora después, Silvana reapareció en el cuarto de Barclays y le pidió que se acercara a la obra. El jefe del escuadrón le mostró a Barclays que, debajo del piso de madera que acababan de remover, había un entrepiso, cubierto por una esponja o una goma de color amarillento, la cual, según dictaminó, estaba podrida por la humedad, descompuesta y apestando, alojando los peores mohos. Tenían que retirar toda la esponja y atacar a los bichos del entrepiso con unas máquinas especiales. Resignado, Barclays autorizó que hicieran el trabajo.

Media hora después, escuchó unos gritos. Era Silvana, llamándolo. Barclays se acercó al dormitorio de su esposa. El escuadrón, al retirar la esponja infectada, se había topado con una sorpresa.

—¡Han encontrado una maleta! -anunció Silvana.

El jefe le enseñó a Barclays una maleta vieja, cubierta por una capa de moho.

—Nadie abre la maleta -ordenó Barclays-. Terminen el trabajo.

Luego cargó la maleta y la llevó a su baño.

Dos horas después, el escuadrón terminó la obra y se marchó. Ahora Barclays y Silvana tenían que abrir la maleta. Lo hicieron a las bravas. Entonces dieron un grito de euforia: la valija estaba llena de billetes de cien dólares. Saltaron, jubilosos. Se abrazaron. Se besaron. Celebraron la insólita buena fortuna. Luego contaron los billetes: había un millón de dólares, en billetes de cien, preservados en buen estado, metidos en bolsas de plástico.

Al día siguiente Barclays llamó a Mario y le preguntó cómo se sentía.

—Mejor -dijo Mario-. El brazo va a sanar solo, señor.

Luego le preguntó cuánto podía costar la casa cuyo alquiler pagaba mes a mes.

—Ciento ochenta mil dólares, señor -dijo Mario.

Barclays le pidió la dirección de su casa. Luego salió, acompañado de Silvana. Manejaron hasta la casa de Mario, quien salió a recibirlos, temeroso de que fueran a reñirlo o despedirlo. Barclays le contó la historia de la maleta escondida. Luego abrió un maletín deportivo, sacó veinte fajos de diez mil dólares, doscientos mil dólares en total, y se los entregó a Mario.

—Págale al dueño los meses que le debes -le dijo Barclays-. Cómprale la casa. Esta plata es tuya.

Mario, el brazo hinchado, amoratado, se puso se rodillas y gritó:

—¡Alabado seas, Señor!

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