Supongo que en el Perú se habrá tomado buena nota del caso Trump. Este nos ofrece de forma indubitada los elementos de la llamada “incapacidad moral permanente”, que justifican el cese, por destitución, en el ejercicio presidencial.
Trump se ganó de forma progresiva el rechazo de la ciudadanía biempensante. Sin embargo, sus actos y omisiones carecían de contenido suficiente para su derribo, bajo la tacha de inmoralidad permanente. Había un matiz que faltaba, por un lado, y por otro, el respaldo de millones de electores.
Ese matiz lo acaba de brindar Trump, a partir de una acción muy concreta que se produjo en las vísperas del asalto al Capitolio. En ese momento preciso, y no antes, es cuando toma sentido y se pone de manifiesto su incapacidad moral para dirigir al país más poderoso del mundo. Y ello a partir, como digo, de un acto muy concreto. O más exactamente de tres: su arenga a las masas con una finalidad claramente intencionada, la orden (que alguna tuvo que dar) para que se permitiera la entrada al Capitolio al gentío, y, por último, denigrar a los legisladores, que se vieron obligados a huir por túneles secretos.
No se trata de indagar cuál era el grado de moralidad con anterioridad a su llegada. Ni siquiera de analizar su posición desde que perdiera las elecciones. Era necesario el acto concreto cometido durante el ejercicio presidencial, y llevado a cabo con una intención claramente dirigida a mancillar el prestigio de una de las instituciones mejor valoradas en el mundo. Por este acto, y sin importar los días que le resten, apartar a Trump de la Presidencia es una exigencia democrática de aspiración universal. Mucho trabajo tiene por delante Biden para devolver a los Estados Unidos a los niveles de institucionalidad que todos nos merecemos.