(Perú21)
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Cuando Barclays tenía veinte años, ganaba tanto dinero en la televisión, donde se exhibía como una estrella narcisista, que se daba el lujo de vivir en el mejor hotel de la ciudad, en la suite presidencial, muy apropiada para sus sueños megalómanos, manejaba un auto de lujo, no asistía a clases en la universidad y aspiraba cocaína de alta pureza.

Una madrugada, tieso y deslenguado de tanto aspirar cocaína, Barclays llamó por teléfono a su padre, que había sido su enemigo toda la vida, y le dijo:

–Quiero que sepas que voy a suicidarme.

No se atrevió a decirle por qué quería suicidarse. Se sentía profundamente avergonzado porque había descubierto que, además de las mujeres, podían gustarle los hombres.

–¿Quién carajo te crees para despertarme a las tres de la mañana? –respondió, enfurecido, Barclays papá, James Barclays–. Hazme un favor, ¡no me jodas, déjame dormir! Y si quieres matarte, ¡mátate, buena suerte!

Barclays papá interrumpió bruscamente el diálogo, si aquella confrontación podía llamarse un diálogo.

Tras escuchar la voz áspera de su padre, Barclays caminó al baño, abrió el frasco de somníferos y los tomó todos, uno a uno, bebiendo un escocés con hielo, su trago preferido cuando aspiraba cocaína. Luego esperó la muerte. Pero la muerte no llegó. Barclays despertó y recién entonces comprendió que debía dejar de consumir cocaína.

–Si muero de una sobredosis, mi padre estará feliz –se dijo a sí mismo–. Si me mato con cocaína, seré el fracasado que mi padre quiere que sea. No voy a darle el gusto. Lo voy a derrotar.

No fue fácil, pero Barclays pudo dejar la cocaína. De paso, para no tentarse, dejó de fumar marihuana y beber alcohol. Se enfocó en la televisión. Abandonó la universidad, renunció a la ilusión de ser un abogado.

–En este país, las leyes son una ficción –pensó–. Si voy a dedicarme a la ficción, escribiré novelas.

Pero el dinero grande estaba en la televisión. Barclays papá se jactaba de no ver el programa de su hijo. De hecho, tampoco veía a su hijo nunca, ni siquiera en su cumpleaños ni en las fiestas de fin de año. Eran enemigos declarados, a rostro descubierto, la espada desenvainada.

A veces Barclays se preguntaba si su padre, sin quererlo, no le había provocado una herida o una fisura en su identidad sexual. Aterrado de que su hijo mayor no fuese suficientemente macho, Barclays papá llegaba del banco a la casa, daba gritos mandones, entraba en el cuarto de su hijo, que todavía era un niño, encontraba algún pretexto para reñirlo e insultarlo, le exigía que se bajase los pantalones, se sacaba el cinturón y le daba correazos en las nalgas. Barclays temblaba de miedo. Años después, ya adulto, se preguntaba:

—¿Será que así me acostumbré a darle la espalda a un hombre, a ofrecerle mi trasero, mis nalgas, a asociar el dolor con el placer? ¿Será que papá me hizo puto a correazos?

Barclays triunfó en la televisión y expandió su éxito a los principales países de América. Ganó mucho dinero, se hizo famoso, no le pidió un centavo a su padre y se enorgullecía de pensar, rencoroso:

–Ahora ya no soy el hijo de James Barclays. Ahora él es el papá de Jimmy Barclays. Lo he derrotado.

Muchos años después, Barclays papá fue acusado de malos manejos en el banco. Lo acusaron unos directores del banco que se unieron para darle un golpe institucional. Reunieron pruebas, números de cuentas furtivas, transferencias inapropiadas, facturas falsas, operaciones amañadas y lo acusaron ante los tribunales. De pronto, Barclays papá perdió su poder, fue traicionado por sus colegas y se enfrentó a una súbita orden de captura por parte de la policía. Estando en aquella situación vulnerable, desesperada, llamó por teléfono a su hijo mayor, su enemigo de toda la vida, y le pidió una reunión a escondidas. Barclays papá se hallaba escondido en la casa de campo de un amigo.

–Me quieren meter preso –le dijo por teléfono–. Tienes que ayudarme. Estoy jodido.

Barclays no dudó en acudir a la casa de campo donde se encontraba su padre, huyendo de la policía. Su padre le dio un abrazo. Llevaban décadas sin que ese extraño evento, darse un abrazo, mirarse a los ojos sin rencor, los uniese unos pocos segundos, interrumpiendo las prolongadas hostilidades entre ambos. Luego, sin perder tiempo, Barclays papá le dijo a su hijo exactamente lo que tenía que hacer: llevarles estos sobres con dinero en efectivo a tales generales de la policía, este sobre más abultado al fiscal que me acusa, y este sobre lleno de plata al juez que verá mi caso. Barclays tomó nota y se comprometió a cumplir aquellos encargos:

–Por supuesto, papá. Cuenta con eso. Será un gusto ayudarte en este momento difícil.

Luego Barclays papá le contó su plan secreto para destruir a sus enemigos en el directorio del banco: los haría invitar al burdel más exclusivo de la ciudad, por parte del dueño del burdel, que era su amigo, los grabaría teniendo sexo con prostitutas y los chantajearía con esos videos.

–¿Estás seguro, papá? ¿No es demasiado arriesgado? –le preguntó Barclays.

–Los voy a hacer mierda –respondió James Barclays–. Los voy a meter presos a todos esos traidores hijos de puta.

Asustado de que lo pillasen repartiendo sobornos, Barclays cumplió el peligroso encargo de su padre. Poco después, la orden de captura contra Barclays papá fue revocada y las pruebas que lo incriminaban, destruidas. Pero allí no terminó la venganza de Barclays papá: el dueño del burdel le hizo llegar los videos sexuales de los directores del banco, sus enemigos. Como todos ellos, cuatro en total, se acostaron con prostitutas menores de edad, elegidas por el regente del meretricio, Barclays papá le pidió a su hijo que le hiciera llegar los videos al dueño de un canal de televisión, amigo suyo, que, a cambio de un cuantioso soborno con acciones del banco, los difundió en su programa periodístico de los domingos, acusando a los banqueros de pervertir a jovencitas menores de edad. El dueño del burdel fue multado levemente por la policía amiga de Barclays papá. Pero los directores del banco, sus enemigos, fueron detenidos y encarcelados, en medio de un escándalo truculento que destruyó sus reputaciones y humilló a sus familias.

Barclays papá recuperó el control del banco, sin pasar una sola noche en la cárcel ni la comisaría. Había triunfado en toda la línea. Y su hijo mayor había sido un aliado clave para destruir a sus enemigos y comprar a sus adversarios. Para agradecerle, Barclays papá le ofreció un asiento en el directorio, pero su hijo declinó:

–Lo mío es la televisión –le dijo.

Salieron a cenar juntos, sin esposas, solos los dos. Se sentaron en el privado de un restaurante. Era la primera vez que cenaban juntos en un restaurante. No fue fácil para Barclays. Su padre no había cambiado: le dijo que no veía sus programas, no leía sus columnas de prensa, no tenía tiempo para leer sus novelas. Barclays, una vez más, se sintió maltratado, humillado, pero quizás su padre no quería lastimarlo, solo era demasiado rudo, demasiado franco, demasiado brutal. Cuando trajeron los cafés, Barclays papá le dijo:

–Acompáñame al baño.

Ya en los servicios, sacó su billetera, extrajo cuidadosamente un papel transparente con un polvillo blanco y le preguntó a su hijo:

–¿Quieres un tirito?

Barclays no quiso decirle a su padre: llevo muchos años sin meterme cocaína, papá, no me tientes, no puedo hacerlo, me destruirías. Sorprendentemente, encontró fuerzas para decirle:

–No, gracias, papá. Te espero en la mesa.

Salió del baño. Se sintió orgulloso de sí mismo. Sintió que había ganado la guerra con su padre. Se sintió a gusto en su cuerpo, a gusto con su pasado. Sonrió levemente, sin saber bien por qué sonreía.

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