Llega la pandemia. Un producto ignorado y aparentemente irrelevante despierta nuestro interés: la mascarilla. Solo se veía en hospitales y en algún turista, usualmente asiático, usándola en un avión o museo. Motivaba sonrisas burlonas. Nos parecía algo estrafalario. Hoy entendemos que los estrafalarios éramos nosotros por no usarla. Se vuelve producto de primera necesidad. Corremos a las farmacias. Nos espera un cartelito de “Mascarillas agotadas”. Con suerte encontramos unas cuantas a precios cinco veces mayores a los esperados. La reacción: ¡los especuladores han subidos los precios para aprovecharse de la situación!

Desesperados compramos cantidades exageradas (como el papel higiénico al inicio). Acumulamos lo más posible. Más escasez. Los precios siguen subiendo. ¡Hay una mano negra! Algunos, muy ligeramente, invocan la existencia de un monopolio de mascarillas. Curioso en un producto que se puede fabricar con relativa facilidad y en el que no parece haber barreras de entrada al mercado. Pero de pronto las mascarillas comienzan a aparecer. Y los precios comienzan a bajar. El especulador no existe, y si existe, somos todos nosotros en nuestro afán de obtener mascarillas frente a la escasez. Escenarios parecidos ocurren cuando las lluvias cortan carreteras y sube el limón, los terremotos nos llevan a querer viajar y suben los pasajes o una guerra en el Medio Oriente eleva los precios del petróleo.

Los precios no suben por una mano negra sino por nuestro afán de tener algo que se ha vuelto escaso porque tiene más demanda de lo que se oferta.

Entonces, cual genio que no entiende nada, sale alguien (o muchos) a pedir controles de precios. La fiebre del control de precios se extiende como pandemia: hasta el Ministerio de Economía abandona su ortodoxia y destapa teorías de fallas de mercado que no tienen sentido y el presidente del Indecopi (que supuestamente debe defender la competencia) sale a decir que sí debe haber controles para una lista acotada “en base a un análisis técnico de costos”, como si sabiendo el costo (que nunca se sabe) se supiera cuál debe ser el precio. Eso sí. Del Congreso ya nada me sorprende.

El contagio de esas ideas ha tenido en la historia efectos más terribles que esta pandemia. Los controles de precios nunca han funcionado ni pueden funcionar. Trajeron escasez, hambre y destrucción de bienestar, como en el primer gobierno de Alan García o la Venezuela de Maduro. Y funcionan menos en situaciones de emergencia.

Lo que ocurre con las mascarillas (y con todos los productos en los que reclamamos “precios justos”) es que los precios suben porque los bienes se vuelven escasos. Son escasos porque la emergencia cambia las condiciones de oferta y demanda (hay menos de lo que necesitamos).

La subida de precios hace más atractivo producir o importar y con ello se combate la escasez. Y les indica a los consumidores que no compren en exceso. No causa el problema. Lo resuelve.

Pero llega el control de precios y destruye la solución al problema.

Por un lado mata el incentivo para producir o importar, con lo que la escasez se agudiza. Y por el otro, genera un mercado negro, incapaz de ser controlado, donde los precios se multiplican por varias veces y alejan el producto de la población. En pocas palabras trae menos mascarillas y bastante más caras.

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