Pleno del Congreso. (Foto: Congreso)
Pleno del Congreso. (Foto: Congreso)

Asterión vive en una casa abierta para que entre el que quiere, porque no sale a la calle. No aprendió a leer, pero es un erudito que piensa como el mejor filósofo. Pasa el tiempo corriendo por las galerías de la casa, agazapándose. Nos dirá que de todos los juegos prefiere cuando llega otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y le muestro la casa, nos dice. Desde entonces no le duele su vida, porque sabe que tiene un salvador. ¿Cómo será?, se pregunta, ¿será un toro o un hombre, o será tal vez un toro con cara de hombre, o será como yo? En “La casa de Asterión”, Borges termina la historia cuando Teseo confiesa a Ariadna que el minotauro apenas se defendió. Borges atribuye al minotauro una angustia enorme por soledad. Esa es su verdadera prisión. Al final, la redención está en dejarse matar. Me pregunto si quizá nosotros somos el minotauro. En el Perú de hoy, quién es el monstruo: ¿los políticos elegidos o nosotros por elegirlos?, ¿el debate político es el laberinto que nos apresa?, ¿de qué angustia hay que redimirnos? Preguntas para el psicoanálisis, porque la razón ayuda poco. Lo primero que viene a la mente es que las elecciones de 2016 entregaron un enorme capital político. La izquierda unida bien posicionada, casi entra a la segunda vuelta; Fuerza Popular perdió el Ejecutivo por menos de un punto porcentual, pero controlaba el Congreso; y se entregó el Ejecutivo a una alianza liberal en lo económico, afín al plan de Fuerza Popular, pero cautiva de una alianza política contra Keiko.

Como nunca antes hubo capital político para hacer las “reformas de segunda generación”: ajustar el sistema político, reforzar instituciones y construir políticas públicas para los servicios de salud, educación y justicia. Pero no, todo ese capital se consumió en demostrar quién podía más. Contra toda lógica, los grupos políticos actuaron en contra de sus propios intereses, porque ahora queremos que se vayan todos. Esa capacidad de autodestruirnos sin razón aparente es lo que la ciencia llama pura estupidez. ¿Qué hicimos mal? Pues dejar que otros resuelvan nuestros problemas. Nos enfermaron de corrupción. Los grandes problemas públicos son políticos, es verdad, pero se resuelven en la vida diaria. Entonces, más que exigir grandes elucubraciones, debiéramos empezar por pedir que funcionen las cosas cotidianas: las comisarías y los tópicos de salud, por ejemplo. La gran reforma debiera empezar por múltiples pequeñas reformas y un cambio mental: los problemas del país son nuestros.