En unas semanas, tarde o temprano, saldremos a las calles. Esto implicará adaptar las ciudades que concentran la mayor cantidad de gente para evitar que el virus siga propagándose descontroladamente.

El transporte público, un punto de contagio potencial, necesitará ajustes inmediatos que permitan aliviar la presión sobre la movilidad colectiva. Es fácil entender por qué: nadie se sentirá muy tranquilo en una combi, con la respiración de otro en la nuca, dos veces al día todos los días, sabiendo que el virus puede estar viajando al lado.

Por eso, el anuncio de carriles exclusivos para bicicletas y la promoción de este modo de transporte para distancias de hasta 7 kilómetros es una medida precisa para que las ciudades se sigan moviendo de forma segura: trae enormes beneficios al más bajo costo. No es una medida que alivia a quienes se mueven de un extremo a otro de la ciudad, pero tampoco es una medida pitucona, como algunos dicen. Cientos de miles, si no millones, se pueden beneficiar y en el balance general, todos lo harán, sobre todo quienes deban seguir usando transporte público. Es sostenible, efectiva y rápida de implementar. Además, coloca las bases para cambiar nuestros hábitos de desplazamiento.

Pero lo anterior es insuficiente si no se amplían veredas, sobre todo en lugares con un alto tránsito peatonal, como el Centro de Lima o las zonas de oficinas en San Isidro donde circulan casi un millón de personas al día. No todos andan en bici, pero la abrumadora mayoría camina.

Si pensamos en Lima, esto evidencia otros problemas, como que nos tenemos que mover mucho para ir a estudiar, trabajar o comprar, cuando lo lógico sería que los barrios tengan esos servicios a una distancia razonable. Este puede ser un buen momento para cambiar la lógica de zonificaciones y licencias que ha fraccionado la ciudad. En la crisis surgen oportunidades.