(GEC)
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El objetivo de la creación de la Junta Nacional de Justicia fue reemplazar al Consejo Nacional de la Magistratura que había sido infiltrado por corrupción e intereses oscuros. La idea es que este nuevo organismo, encargado de nombrar, ratificar y destituir a jueces y fiscales de todos los niveles, así como al jefe de la ONPE y el RENIEC, nazca limpio y genere confianza. ¿Por qué entonces la comisión encargada de nombrar a sus miembros insiste en iniciar esta nueva etapa con el pie equivocado? Es como si nunca nos cansáramos de borrar con una mano lo que hacemos con la otra.

Marco Tulio Falconí, uno de los recientemente elegidos para formar parte de la Junta Nacional de Justicia, no debería juramentar. Es lo sensato. Su elección se dio exclusivamente por un puntaje adicional en base a una interpretación caprichosa, sino contraria, de las normas aplicables. Falconí no alcanzó los puntos suficientes para ser miembro titular, pero se benefició de una bonificación del 10% solo porque hizo tres años de secundaria en un colegio militar hace cuarenta años. ¿Qué tiene que ver esa experiencia escolar con la capacidad e idoneidad de un profesional para seleccionar y sancionar jueces? La idea en sí misma parece una broma.

La comisión que llevó adelante el proceso de selección tiene la oportunidad de rectificar este error. Deberían escuchar a la fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos, que en esto la tiene clara. No hay ninguna necesidad de forzar esta juramentación espuria. Si lo hacen, los miembros de la comisión posiblemente enfrentarán una denuncia constitucional en el siguiente Congreso. ¿Cuál es la fuerza que los está llevando a manchar este proceso que es fundamental para transformar nuestro sistema de justicia? Ya hemos visto que lo que nace mal termina mal.

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