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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Durante su presentación ante el Congreso, el premier Zavala mencionó distintas veces sus deseos y esperanzas hacia el 2021. Tiene sentido; el año marca dos hitos importantes: por un lado, el fin del mandato de Pedro P. Kuczynski, y por el otro, claro, el bicentenario.

Cinco años, sin embargo, no es mucho tiempo; no en términos de políticas públicas, reformas y resultados. Si en verdad los peruanos hubiésemos deseado ver cambios en el 2021 –cambios reales, no cosméticos–, pues debimos empezar hace 10 o 15 años a hacer reformas, y en serio.

¿Cómo será el mundo del 2021? En simple, muy parecido al actual. Por supuesto, existirán cambios en distintas cosas y ejes, pero no en lo sustancial. Los cambios radicales, en sentido estricto y amplio, se notarán en el 2030 y más aun en el 2040-2050. Algunos creerán que son tiempos aún muy lejanos, pero lo cierto es que no. Ya muchas universidades, organismos y empresas se están enfocando en el 2030 y 2050. Tenemos cálculos aproximados de cuánto será el PBI, la población, ciertas tecnologías, entre otros.

Si de probabilidades se trata, el Perú tampoco cambiará mucho hasta el 2021. Entre los tres escenarios principales (una vuelta al populismo, el statu quo o la conversión a un "milagro económico"), el statu quo es lo más probable. No será culpa, por supuesto, de este gobierno, sino –y sobre todo– de los últimos 3 gobiernos, que perdieron la oportunidad de rehacer nuestras bases a la caída del fujimorato. Pero no lo hicieron y, bueno, esa es nuestra realidad. Al 2021 las cosas no cambiarán mucho, pero ¿y al 2030?, ¿al 2050? Para que las cosas cambien para el 2030 o 2050, tendríamos que empezar hoy a ver cambios radicales en ciertos ejes, o precondiciones, del desarrollo.

Particularmente, cambios radicales en nuestra calidad institucional, en nuestro sistema de incentivos económicos, en la calidad de provisión y gasto del Estado, y en infraestructura, principalmente. Todos lo sabemos, pero poco o nada se hace en dicha senda. Los recursos, aunque escasos, no son el principal problema, sino la falta de claridad en los objetivos, de decisión y voluntad de cambio.

Durante estos cinco años no veremos, como he dicho, grandes cambios, pero sí podríamos ver –al menos– la intención de empezar dicha senda. Qué es lo que se debe hacer, lo sabemos; también estamos advertidos de que es necesario, para las reformas más importantes, un acuerdo político. Cómo lograr ese acuerdo político sería la clave mayor.

Pretender unanimidad absoluta no es ni práctico ni realista; por otro lado, vivimos en democracia, así que no se espera la imposición de una visión de las cosas. Dicho esto, podríamos estar ante un espacio inmejorable para hacer el plan mínimo de reformas que nos permitan cierto optimismo de cara al futuro.

Si el gobierno y el fujimorismo se pusieran de acuerdo, sería suficiente; sin embargo, imagino a otros partidos apoyando muchas reformas imprescindibles (¿alguien podría, por ejemplo, estar en contra de una reforma judicial?). Nuestra democracia, aunque precaria, es amplia desde el punto de vista político-ideológico: casi no hay espacio ideológico sin representación política. La izquierda está representada en todas sus formas y matices; de igual manera el centro y los conservadores. De hecho, si algo falta, es un partido liberal.

Regresemos a la necesidad de reformas, y a la imposibilidad de un acuerdo unánime. Sería ideal, pero es muy improbable: nuestra izquierda no entiende los principios básicos sobre el funcionamiento de los mercados, el centro, el populista y los conservadores viven en una caverna respecto a las libertades individuales, los derechos de las minorías y las grandes batallas sociales. Pareciera que para lograr un acuerdo solo importan el gobierno, el fujimorismo y los pocos partidos con los que se puedan poner de acuerdo. Pero hasta eso se percibe, hoy, lejano. Entre las pataletas de la izquierda carnívora, los chillidos del antifujimorismo, la incapacidad del gobierno de entender el dilema y los permanentes dislates y exabruptos del fujimorismo, todo llama a la inacción, al jaque, al statu quo.

El progreso de los países no es una constante, algo inevitable en el tiempo, ni tampoco un quid indescifrable. Se requiere un ecosistema político educado y responsable, de liderazgos definidos, de visión histórica, de negociar, de escuchar, pero sobre todo, de amor por el país: de poner los intereses nacionales por encima de los individuales, permitiendo así perder en algunas cosas para llegar a acuerdos que beneficien a todos en el largo plazo. ¿Será posible ver esa disposición en este quinquenio?