Veinte años después
Veinte años después

Recuerdo con claridad los días de julio del 2000. Tenía solo 13 años, pero ya me apasionaba la política y me indignaba el afán re-reeleccionista de Alberto Fujimori, a quien identificaba como un personaje siniestro. Por ello seguía con entusiasmo los preparativos de la Marcha de los Cuatro Suyos y guardaba la esperanza de participar. Un par de meses atrás, gracias a mi terca insistencia, mi padre aceptó llevarme a la protesta que hubo en la plaza San Martín el día de la segunda vuelta que selló la victoria apócrifa de Fujimori. No tuve la misma suerte el día de la tercera toma de mando y tuve que ver ansioso la marcha convocada por Alejandro Toledo desde un televisor.

Para quienes aborrecíamos al fujimontesinismo, Toledo estaba lejos de ser un líder ideal, pero era el que nos había tocado. Después de todo, había razones para darle el beneficio de la duda. Luego de haber nacido en la pobreza extrema de Áncash y haber ganado sus primeros ingresos como lustrabotas, Toledo había alcanzado un lugar en las más altas esferas del mundo académico y de los organismos multilaterales. La suya se presentaba como una historia genuinamente inspiradora.

Ayer se cumplieron 20 años de la Marcha de los Cuatro Suyos y, con la perspectiva que dan dos décadas, hoy se puede decir que Alejandro Toledo es la más grande decepción peruana del siglo XXI. Su caso es el más infame de todos los de nuestro elenco de políticos corruptos o acusados de serlo. Tuvo absolutamente todo para alzarse como un verdadero héroe: su elección significó el final de una dictadura y la reivindicación de la población indígena; su gobierno coincidió con una de las mejores coyunturas económicas internacionales; y tuvo la inusual oportunidad de fortalecer dramáticamente la institucionalidad estatal y de sentar las bases para un país menos corrupto.

Basadre decía que el Perú es el país de las oportunidades perdidas. No me gusta la frase porque siento que nos condena a la derrota, pero cierto es que hay quienes, como Toledo, le dan sentido. Que los menores de hoy, como yo en aquel lejano julio de 2000, no pierdan la fe en la democracia y en la política a pesar de nuestras recurrentes decepciones.

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