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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Yo desde chica he sido muy de derecha. Y no de derecha moderada: de extrema derecha. Y no de extrema derecha compasiva, democrática: de extrema derecha autoritaria, pistolera. Con los años me he vuelto no más conciliadora, sino más radical. Por eso tuve que irme de mi Perú natal y ahora vivo en una isla de la Florida tan de derecha que virtualmente no tiene gobierno y cuyos habitantes son, como yo, anarquistas, libertarios, anarco-capitalistas.

Ya mi abuelo Jimmy, que en los setenta me hablaba maravillas de Pinochet y detestaba a los militares comunistas peruanos que habían capturado el poder y saqueado a los empresarios con dinero, despojándolos de sus haciendas, sus bancos, sus minas, me educó en el respeto y la embozada admiración a los militares chilenos de derecha, de mano dura, que metían en vereda a los revoltosos de izquierda y, a la vez, fomentaban el progreso económico, confiando las reformas pro libre mercado a tecnócratas bien educados en universidades gringas, y hasta se daban tiempo de condecorar a Borges. Y mi abuelo Robert, que tenía una hacienda de manzanas y naranjas al norte de Lima, con los tractores más modernos, dando empleo a centenares de peones, y que fue asaltado por los militares comunistas que le quitaron todo en nombre de la estúpida reforma agraria, sumiéndolo en la ruina y la tristeza, me enseñó a odiar a esos militares brutos, resentidos, envidiosos, incapaces de generar riqueza, pero bien capaces de robarla y dilapidarla.

O sea que yo de chica ya admiraba a Pinochet y detestaba a Velasco y Morales, los dictadores peruanos, uno de izquierda bruta, el otro de izquierda beoda; uno cojo idiota, el otro borracho baboso, y les decía a mis abuelos que algún día haríamos justicia y a mi abuelo Jimmy le devolverían sus acciones del banco, valoradas en millones de dólares, confiscadas por los matones uniformados de la izquierda piraña, y a mi abuelo Robert, ya mayor, casi ciego, con lupa y bastón, le pagarían una indemnización y restituirían la propiedad de su hacienda, el patrimonio de toda una vida de trabajo. Pero nada de eso pasó. Mi abuelo Jimmy murió en vísperas de cumplir ochenta años, de un súbito derrame cerebral, y seguía siendo admirador de Pinochet y detractor de Velasco, aunque cultivó amistad con el dictador licorero Morales, con quien se encontraba en la iglesia los domingos. Y mi abuelo Robert falleció en la ruina y nunca pudo cumplir el sueño de recuperar la hacienda que le robaron los militares ladrones, coludidos con intelectuales baratos, de pacotilla, escritores frustrados que terminaban trabajando en pasquines a órdenes de los militares de mala entraña.

A mi papi, que en paz descanse, no le quitaron nada los militares ladrones, porque papi mucho no trabajaba, era un mantenido del abuelo Jimmy, que le regaló casa en Los Cóndores, buenos carros, armas de fuego cortas y largas, todo, y le conseguía trabajos bien pagados en negocios que él controlaba, o sea que papi no tenía rencor ni animosidad a los militares, más bien era amigo de ellos, prominentes espadones de la dictadura que se prolongó doce largos años, generales y coroneles que venían a nuestra casa en el campo a emborracharse con papi y tramar golpes, sublevaciones, felonías y reacomodos pérfidos que nunca se cumplían porque el día que debían ejecutarse estaban todos con una resaca feroz. Papi era de derecha tiratiros, golpista, conspiradora, y además era borrachín y amigote de los militares, y no creía un carajo en la democracia, decía que los indios del pueblo llano no tenían puta idea de nada y no podíamos confiar en ellos para que eligieran un buen gobierno, y por eso le parecía correcto, y deseable, y conveniente, que siguieran en el poder sus amigotes militares, principalmente su amigo más cercano y querido, un militar brillante, culto, con sentido del humor, apodado El Gaucho, a quien yo también supe querer porque no era bruto como sus colegas de armas, era un militar sensible, que leía, iba al cine y viajaba.

Mi mami Dorita, una santa, tan querida por todos, tampoco creía un carajo en la democracia, ella era del Opus Dei y admiraba a un señor iluminado, mesiánico, dicharachero, el curita Escrivá, a quien adoraba sin freno ni mesura, y que ejercía su poder inmoderadamente, tiránicamente, como todo un déspota en santidad. Mami era súper religiosa, religiosa con motor fuera de borda, de misa y rosario diarios, y su ideología política era simple: aquí manda Dios, y el fundador de La Obra, y si acaso el Cardenal, y no me vengan los rojos ateos a decir que los cholitos no bautizados, no catequizados, deben ser los que decidan quién nos gobierna y quién no. Cojudeces, huachaferías, decía mami, la democracia es para los países educados, nosotros somos un país de indígenas ignorantes que no tienen ni pálida idea de quién debe gobernarnos, por eso lo mejor es que nos gobiernen la Santa Madre Iglesia y los militares patriotas y católicos a su servicio.

Yo soy entonces una mujer muy de derecha, de extrema derecha, eventualmente golpista, porque así fui educada desde chica. Lo malo es que ahora casi no me atrevo a decir estas cosas porque la moda es creer en la democracia, qué pereza. Y si no crees en ella, te lapidan, te escarnecen, te convierten en paria, leprosa. Y yo me sublevo y amotino y digo: ¿y qué si me da la gana de pensar que una dictadura ilustrada puede ser, en ocasiones, mejor que un gobierno elegido por el pueblo? Hay democracias tan estúpidas, tan suicidas e incompetentes, que una, como mujer viajada, tiene legítimo derecho de dudar sobre la conveniencia del sistema como tal. Yo viajo mucho a Santiago de Chile porque tengo un novio fotógrafo izquierdoso allá, y conozco bien las cosas chilenas, y es obvio que Chile le lleva al Perú veinte años mínimo de progreso, ¿y eso, por qué? Porque en los setenta y ochenta, mientras el Perú era gobernado por militares idiotas, oligofrénicos, y por demócratas de verbo fino y agenda extraviada, todos los cuales hundían la economía más y más, en Chile mandaba el golpista ladrón de Pinochet, que, claro, fue un grandísimo hijo de puta y mandó matar a miles, pero en casi veinte años instaló a los chilenos en unos niveles de prosperidad a años luz de los peruanos. O sea que lo voy a decir bien claro, como mujer de derecha que soy, y desde la comodidad de mi exilio dorado: sí, yo hubiera cambiado a Velasco y Morales, par de sátrapas inútiles, por un Pinochet peruano que hiciera despegar la economía en los setenta, y no veinte años después, como ocurrió en los noventa con nuestra versión de Pinochet, el amigo Fujimori, que hizo cosas horribles, indefendibles, sí, pero, dejémonos de hipocresías, puso al Perú en la senda del progreso económico.

Yo soy un caso perdido, una contradicción patética, un enredo sin fin: soy de derecha y fumo hierba; soy de extrema derecha y bisexual sin culpa y en ejercicio; soy partidaria de que los gringos invadan Cuba y metan en la cárcel a los Castro, como hicieron con el rufián de Noriega en Panamá, y al mismo tiempo tengo una novia lesbiana cubana que vive en La Habana y viene a comerme el coñito cada dos meses; soy pinochetista, fujimorista, uribista, y creo que los militares no sirven para nada y lo ideal es tener un país sin ejército como Costa Rica; soy capitalista pro libre mercado y casi no me quedan ya capitales ni para ir a comprar frutas al mercado; soy agnóstica y me visto de morado en octubre y salgo en procesión con el Señor de los Milagros; soy amiga del Cardenal y he abortado dos veces, sin que él se entere, por supuesto; y me gustaría regresar a vivir en el Perú, pero en el territorio inviolable de la embajada peruana en Buenos Aires, no sé si me explico, qué confusión la mía.

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