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La fase de la instrucción penal, que en el Perú asumen los fiscales, debe perseguir un solo objetivo: reunir pruebas suficientes para pedir la apertura de un juicio o para instar el archivo, porque los instructores tienen esta doble opción.

No es mi intención ofrecer en 1,800 caracteres una clase de Derecho, pero sí traer a colación algunas consideraciones básicas. La instrucción penal no tiene por objetivo ni la privación de la libertad, ni la humillación de los implicados, y ni siquiera debería ser objeto de exceso de publicidad. Porque, entonces, es cuando se desnaturaliza su función. El instructor está llamado, por mediático que sea el proceso, al anonimato. Será malo que quien asuma esta función lo olvide.

La privación del derecho fundamental a la libertad solo es predicable en términos generales, en virtud de sentencia. Tiene sus excepciones por supuesto, excepciones que deben ser restrictivamente interpretadas, generosamente razonadas, y sometidas a revisión permanente, porque el proceso penal no es algo inerte: cambia a cada momento. Es evidente que no comparto el sistema de prisión provisional de tiempo predefinido. Pero mucho menos comparto que en procesos complejos se recurra a ella con ligereza, quizás porque, en el fondo, el “instructor” (que a veces olvida que no es el “juzgador”) desea una pena anticipada.

La instrucción debe ser corta, a la par que intensa; debe huir de tentaciones que dañan la imagen de la justicia. Tentaciones como las de allanar el domicilio de una persona. ¿No hay, en el Perú, otra forma de solicitar la comparecencia del imputado?

Lo que acaba de suceder debe llevar a los juristas a la reflexión, y a los estadistas, a no perder más tiempo. La justicia tiene solución. Ya es hora de tomarse esto en serio.

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