Un espectáculo lamentable. (AFP)
Un espectáculo lamentable. (AFP)

El Tribunal Constitucional español tuvo oportunidad de pronunciarse sobre la constitucionalidad del beneficio de la inmunidad, concedido en determinados casos (en España hay unos 10,000 aforados). Inmunidad, por tanto, sea parlamentaria o de otra naturaleza, es una prerrogativa que se concede, no en beneficio de la persona, sino en el de la institución que representa y de cuyo fortalecimiento se trata.

Ahora bien, si algo no es la inmunidad parlamentaria –voy a centrarme en esta–, es impunidad. No está pensada para que, quienes conscientes de que pueden tener problemas con la justicia, decidan presentarse a unas elecciones para obtener, alcanzada la curul, la inmunidad parlamentaria. Este sería un claro ejemplo de fraude de ley.

Los independentistas catalanes pensaron otra cosa. Pensaron que, alcanzada la representación parlamentaria, gozarían de inmunidad. Grave error. Porque la legalidad es la legalidad y a veces, muy tozuda: planteado el dilema o aparente choque de poderes, el Judicial no dudó: ni le correspondía suspender a los diputados en su condición, ni menos, pedir el suplicatorio.

Priur tempus potior iure: antes de diputados, eran procesados. Y ya convertidos en diputados, correspondía al Congreso aplicar su reglamento y declarar la suspensión automática del diputado procesado.

La presidenta del Congreso pretendió que la suspensión fuera acordada por los jueces. Estos no tuvieron la tentación de arrogarse una competencia que no les correspondía. Al final, los diputados independentistas, no por unanimidad, pero sí por mayoría, fueron suspendidos por la Mesa del Congreso. Como manda el ordenamiento jurídico.

Se hizo la luz. Se evitó el fraude. No hay impunidad.