Por: Jorge Nieto Montesinos

El incidente es baladí. Sin importancia. Pero el descalificativo surge implacable dirigido a un tercero: impresentable. Por un momento uno tiende a tragarse la expresión. Al fin, no es con uno. A poco que se lo piense, sin embargo, uno se da cuenta de que tiene que ver todo con uno y con todos. La polarización improductiva tiende a congelarse en un lenguaje de la exclusión que amenaza convertirse en la verdadera lengua de nuestra democracia. Y todo dicho con la más absoluta naturalidad. Esa es su fuerza. Su peligro.

No es que no se pueda usar el adjetivo. Puede decirse que una calle, un trabajo, un escrito, está impresentable. El sentido es clarísimo. No es digno de ser entregado, publicado, transitado. Que sea un objeto lo hace liviano. El verbo estar, que le antecede, le da un sentido provisional, transitorio, remediable.

Tampoco es que nuestra vida pública prescinda de las descalificaciones. La lucha política está hecha de ellas, en mucho. Pero estas están dirigidas a las dimensiones políticas del adversario. De hecho se dice de alguien que es corrupto, mafioso, autoritario, totalitario, oportunista, conspirador, indeciso, pusilánime, demagogo, populista, terruco y un largo etcétera. Aunque a veces califican muy bien, es claro que su abundancia disminuye calidad del debate público. No solo de insultar vive la política. Aunque haya una larga tradición del intercambio público en occidente que va más allá de lo político y se mete en lo personal de un modo soez y rotundo, la tradición del libelo y del pasquín.

Pero aquí hablo de otra cosa. De la descalificación que excluye de manera antropológica. El verbo estar se transforma en el verbo ser. Se es impresentable de modo definitivo, irremediable, esencial. No una cosa, una persona. El uso del lenguaje de la exclusión es el renacer del Perú oligárquico: se necesitan jóvenes de buena presencia. Ya sabemos lo que eso era: no se quieren morenitos. Que hoy tenga un matiz político no lo hace menos antidemocrático y liquidador. No es casual, contrariamente a lo que piensan algunos, que en vastos sectores comience a generalizarse la idea del paredón como salida. Paredón a los corruptos, a los delincuentes, a los venezolanos, a los homosexuales, a los políticos… Siempre al otro… cada quien puede añadir su enemigo favorito.

Salir de la lógica de la liquidación del otro es perfectamente compatible con la aplicación de la ley a todos los que la han transgredido, sin cortapisas. Y con resolver la crisis de legitimidad de nuestras instituciones apelando a la decisión democrática de sus ciudadanos, ninguno, impresentable.

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