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Redacción PERÚ21

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Juan José Garrido,La opinión del directorSea en el ámbito público o privado, nada es mejor para la transparencia (y la mejor administración) que el balance de poderes. Esto es, que entre los distintos estamentos sujetos al uso del poder en determinado sistema existan mecanismos que controlen el uso del mismo.

El ejemplo recurrente en la administración pública es entre los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. En el ámbito privado, aunque menos estudiado, es entre los estamentos propietarios y gerenciales: la Junta de Accionistas, el Directorio y la Gerencia General. Mucho podemos aprender de este ámbito para entender los beneficios de dicho sistema.

Lo primero a establecer es la estructura del accionariado; esto es, como se distribuye la propiedad. Las empresas norteamericanas, por ejemplo, tienen un sistema de propiedad atomizado, altamente fraccionado. El accionista mayoritario de las empresas que listan en la Bolsa de Nueva York, por ejemplo, suelen tener menos del 5% de la propiedad. Lo que sucede es que, no existiendo un accionista con el porcentaje suficiente para dirigir todo a su antojo, es el gerente general quien toma control del poder, muchas veces incluso presidiendo el Directorio.

¿A qué llevó esta práctica? Pues a gerentes que cargaban a la operación parte importante del costo de vida y entretenimiento familiar: jets, yates, lujosas oficinas, grandes banquetes, entre un sinnúmero de gollerías. Todo esto terminó con la instauración de los códigos de gobierno corporativo donde se establecen separaciones entre las áreas de gestión, control, planeamiento y auditoría. Ahora los gerentes están alineados a los accionistas por métricas claras y son auditados por comités que velan por el buen uso de los recursos.

En nuestra realidad, el sistema es distinto porque la distribución accionarial es distinta. El accionista mayoritario promedio de la BVL (última revisión) es propietario del 62% de la empresa, lo que señala quién corta la torta. Por ello, a diferencia del sistema anglosajón, es el respeto y los códigos de protección al accionista minoritario el sistema de balance de poderes. Por supuesto, no siempre se cumple, pero es a lo que las exigencias crediticias están llevando a las empresas.

En la administración pública de (casi todos) los países desarrollados, el balance de poderes funciona bastante bien. Richard Nixon, el famoso presidente norteamericano involucrado en el caso Watergate, renunció ante la posibilidad de ser investigado por el Congreso, y –dicen los entendidos– ante el pedido expreso de un juez de la Corte Suprema. Eso es balance de poderes.

En el Perú, como sabemos, vivimos un sistema hiperpresidencialista. Esto es, un sistema político que, si bien contiene los elementos para un efectivo balance de poderes, se subyuga al Poder Ejecutivo. El resultado es el que todos conocemos: el Poder Legislativo se convierte en un escudo protector, en un leal vasallo o en un intérprete de las opiniones y gestos presidenciales, todo dependiendo de la situación. Al presidente se le trata como un reyezuelo, y a su familia y allegados como a una corte del antiguo régimen. Por algo Karl Loewenstein los llama "sistemas (regímenes) de absolutismo disfrazado".

No es Ollanta Humala, por cierto, el primero en beneficiarse de dicho sistema; sería difícil remontarse al último ejercicio de balance real, si alguna vez lo tuvimos.

Creo imperativo que la oposición, por ello, presida el Congreso en lo que queda de este gobierno. La Ley Universitaria, por ejemplo, fue aprobada por un margen mínimo y dispensada (de manera grosera) de segunda votación; los megaproyectos (Talara, Línea 2 y Gasoducto del Sur) no habrían pasado por un tubo en menos de 40 días costando la friolera de US$16,000 millones, y las investigaciones a allegados del presidente (el hermano Alexis, por ejemplo) tal vez se habría llevado a cabo.

La presidencia del Congreso es clave en lo que queda del mandato, no solo para limitar las extravagancias presidenciales (se habla de un retorno encubierto a la comunidad industrial velasquista y la creación de una AFP estatal, aunque lo niegue el MEF), sino también para auditar eficazmente lo hecho hasta el momento por el Ejecutivo. Nuestra precariedad institucional lo amerita.

El oficialismo sostiene que la democracia estaría en riesgo; en verdad, es todo lo contrario: si no le ponemos un tope al poder central, no será un Congreso presidido por el oficialismo el llamado a cuidarnos.

Por otro lado, eso sería más democrático, teniendo en cuenta la distribución del poder en el Perú. Si podemos llegar al 2016 con un balance real de poderes, sin duda la transición será menos traumática. Es, desde nuestro punto de vista, imperativo. Ojalá la oposición pueda poner al país por delante.