El poder de la imitación. (Getty)
El poder de la imitación. (Getty)

Hace unas horas estaba en un crucero peatonal. No era un crucero cualquiera. Estaba sobre un inmenso rompemuelles. Era imposible no entender que fue construido así para que el conductor tenga muy claro (a pesar de que la ley ya es muy clara) que debe detenerse y cederle el paso al peatón.

Como si ello no fuera suficiente, había un cartel indicando que era un crucero peatonal. Pero ningún vehículo se detenía. La gente se acumulaba a ambos lados del crucero mientras los vehículos, antes que frenar, aceleraban desafiando la ley (y la física) para pasar por el montículo.

Los peatones, lejos de indignarse o intentar cruzar, toman la infracción a su derecho con indiferencia. Incluso con naturalidad. No importa el esfuerzo de quien implementó la vía de dejar el derecho expresado con la contundencia de una pequeña montaña, pintada de amarillo fosforescente y un claro cartel. El derecho era, a fin de cuentas, física y jurídicamente invisible.

De pronto ocurre algo extraordinario. Un auto rojo, pequeño y modesto, sin mayor pretensión, se detiene. El conductor hace un gesto con la mano para invitar a los peatones a pasar. Los peatones lo miran sorprendido y reaccionan como si les hubiera lanzado un billete de 100 soles por la ventanilla: le sonríen, algunos le levantan el dedo y más de uno le dice gracias. Todo por regalarles algo que ya era de ellos.

Entonces, la escena del tráfico se convierte, por breves instantes, en película de terror. Mientras los peatones entran en la vía, me asalta la duda de si los autos que vienen por los otros carriles se detendrán o simplemente se comportaran como sus antecesores en el cruce y continuaran la marcha.

Y, cuando me estaba imaginando el atropello de media docena de personas, como por arte de magia, los demás vehículos se detienen. Luego de un amago, los peatones continúan cruzando. El tiempo de espera en la esquina acumuló suficientes ciudadanos como para que el cruce de todos tome un largo minuto en el que el tráfico queda detenido. Entonces, el héroe de la historia, el conductor del carrito rojo, reitera su liderazgo: levanta el pie del freno y emprende la marcha seguido por todos los que lo imitaron.

Su heroísmo desafió los bocinazos de quienes, detrás de él, pensaban que había traicionado a la casta de motorizados a la que debió representar con decisión defendiendo el cruce de invasores. Pero el mayor valor de su acción está en su capacidad de cambiar la conducta de otros.

Hoy sabemos que la imitación es el canal más efectivo para aprender y cambiar la conducta. Lanzar un papel al piso invita a los demás a lanzar otro. Recogerlo invita a limpiar. Estudios demuestran que los adultos que leen o van a museos lo hacen no porque de niños sus padres les dijeron que lo hicieran, sino porque veían a sus padres leer e ir a museos.

La imitación es nuestra fuente principal de aprendizaje y, por tanto, es la fuente principal de nuestra capacidad de influir. Así que la próxima vez que crea que alguien debe cambiar su conducta y hacer lo correcto, no se lo diga. Simplemente hágalo.

TAGS RELACIONADOS