(Getty/Referencial)
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En setiembre de 1938, un asustado Chamberlain, entonces primer ministro de Gran Bretaña, en la ingenua desesperación de utilizar su habilidad diplomática para impedir la guerra, se traslada a Múnich y acepta entregar a Checoslovaquia pensando que con ello podría calmar las pretensiones de Hitler y evitar la guerra con Alemania. La historia la conocemos todos: luego de haberse humillado, Hitler, aun más envalentonado, continuó con sus planes de invasión.

Este episodio fue duramente criticado por Churchill: “Quien se humilla para evitar la guerra tendrá la humillación y tendrá la guerra”. A pesar del apoyo que recibió en su momento, luego se consideró que el premier británico humilló a su nación.

Esta situación extrema era un intento por evitar una guerra que, de hecho, demostró que los temores no eran infundados: un ejército extranjero preparado y con sed de venganza, maquinaria de guerra, estrategias y un liderazgo cruel pero indiscutible.

La siguiente es una historia totalmente distinta: un acusado de violación que ocupa precariamente un cargo al haber sido elegido por un mínimo de votos vocifera amenazas que no podrá cumplir. Sin legitimidad, sin ejército, sin siquiera decir la verdad, demanda la inmediata presencia del presidente de un Estado, respaldado por la Constitución. Un Estado que, como claramente lo define Max Weber, es “el monopolio legítimo de la violencia física dentro de un territorio“. Vale decir, nadie más puede, impunemente, ejercer violencia dentro del territorio sin que el Estado actúe legítimamente en su defensa.

Si alguna vez ocurriese algo así en el Perú, necesitamos estar seguros de que hay un solo poder legítimo y de que, como tal, sabrá cumplir el mandato que recibió.

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