Decenas de migrantes intentan ingresar ilegalmente a Estados Unidos e incluso saltan la valla metálica que delimita la frontera con México. (Foto: EFE)
Decenas de migrantes intentan ingresar ilegalmente a Estados Unidos e incluso saltan la valla metálica que delimita la frontera con México. (Foto: EFE)

A finales del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial era virtualmente innecesario tener un pasaporte. Uno podía cruzar las fronteras entre los países simplemente pasando a través de ellas. Hoy, sin embargo, los Estados restringen e incluso prohíben a las personas cruzar las fronteras.

La consolidación del Estado Nacional creó un concepto distinto de frontera. Esa línea imaginaria que delimita a los países se convirtió, literalmente, en un “muro” (que, en el caso de Trump y la frontera mexicana, se pretende que lo sea sin comillas).

Este “muro” limitaba el movimiento de mercaderías, capitales, personas e, incluso, información. Permitió así crear el monopolio del poder estatal y, por tanto, la limitación de la competencia de todo tipo. Los consumidores quedaban condenados a comprar solo los bienes producidos localmente o a pagar precios mayores gracias a la existencia de aranceles. La frontera los “secuestraba” alejándonos de poder comprar bienes competitivos. El control de información permitía a las dictaduras (como Cuba) ocultar a sus ciudadanos la miseria a la que las políticas estatales los condenaban.

Afortunadamente en los últimos años, esa frontera se ha ido haciendo más y más porosa. El libre comercio de mercancías, la libre movilidad de capitales y la interconectividad para acceso de información lograda mediante la masificación del Internet y de la tecnología han ido diluyendo las fronteras, incrementando la competencia y reduciendo el monopolio del poder estatal.
Pero hay una movilidad (quizás la más importante) que las fronteras siguen limitando: la de las personas. Muchos países siguen restringiendo de manera seria la entrada de extranjeros, sometiéndolos a reglas discriminatorias que no les permiten visitar ni competir para obtener trabajo en otros países.

Hemos experimentado avances sin precedentes hacia la igualdad ante la ley. La discriminación por raza, por género, por religión, o por orientación sexual va retrocediendo y se vuelve, cada vez, más impopular. Aún falta mucho para vivir en un mundo libre de esos tipos de discriminación. Pero estamos mucho mejor que hace unas cuantas décadas. Sin embargo, no avanzamos igual en reducir la discriminación por nacionalidad.

Llamativamente, ello se refleja en medidas que claramente tratan desigual a seres humanos que gozan de la misma dignidad solo por haber nacido en un país diferente. No es extraño que los países se reserven el derecho a denegar una visa (que es finalmente un acto estatal) sin expresión de causa cuando es ilegal tomar decisiones estatales sobre sus nacionales sin explicar las razones de tales decisiones. Me pregunto si pudiera admitirse que se niegue el derecho a recibir razones de una decisión a una persona por ser un afroamericano y no por ser de raza blanca.

Nunca he entendido por qué la nacionalidad puede conducirte a ser tratado de manera diferente. Si finalmente lo que nos da derecho a un trato no discriminatorio es el pertenecer a la especie humana, ¿por qué el lugar donde nacimos haría una diferencia?

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