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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNRCuando escapé de casa de mis padres sin un centavo a los catorce años, corriendo media hora a toda prisa hasta llegar a la carretera, subiéndome a un ómnibus con dirección al centro de Lima, no sabía dónde pasaría la noche, cómo me las ingeniaría para comer y subsistir, pero estaba resuelto a no llamar a ningún amigo del colegio, porque suponía que sus padres me delatarían y terminaría haciendo el ridículo, y a nadie cercano ni lejano de la familia que al final me entregase a mis padres.

No consigo recordar un incidente definitivo que me llevara a tomar aquella decisión repentina y un tanto suicida. Fueron años de guerra fría con mis padres: las humillaciones que me hacía pasar mi padre, que, sumadas, se hicieron insoportables, y las que, con su beatífica bondad, me hacía pasar mi madre, quien se sentía desdichada, desolada porque yo había dejado de comulgar y me negaba a dejar de masturbarme, o lo intentaba pero no llegaba en estado de gracia al domingo.

Dormí tres noches en las bancas del parque de Miraflores, o en el césped que olía a ríos de orina, entre ratas y pericotes, con el sobresalto de que cada tanto me despertaba algún individuo que me ofrecía dinero a cambio de sexo. Afortunadamente, y aunque no tenía dinero para comer y pasaba hambre, me abstenía de irme con esos sujetos y simplemente me alejaba de ellos como quien se aleja de unos chacales o unas hienas, sigilosamente, sin hacerles el menor desplante que pudiera provocar su ira. Tal vez no era consciente del peligro que corría, o esos peligros me parecían menores y hasta divertidos comparados con el horror de seguir viviendo en una casa que me parecía un cuartel, un campo de concentración, pero, en general, no la pasé tan mal esos tres días con sus noches que conseguí vivir en la calle.

Como ocurrió luego el resto de mi vida, mis gracias de hablantín, mis dotes de piquito de oro, mi habilidad para conversar y caer en gracia y persuadir a mi interlocutor, me ganaron la poca comida que conseguí que me fiaran en alguna bodega o carretilla de helados. Les contaba historias, cuentos chiflados, les decía que mi padre era un millonario de viaje, les prometía que les pagaría la deuda, el fiado, con creces, y algunos me creían, o no me creían y se compadecían de mí, y me dejaban comer un helado, que era lo que más me apetecía, o tomar una gaseosa o comer unos barquillos. Las noches en el parque eran rudas y desalmadas porque veía cómo tantos muchachos se prostituían, se iban con hombres mayores, depredadores, solitarios, con aire desdichado. Tenía miedo de terminar siendo uno de ellos, pero un cierto sentido del orgullo atajó ese peligro y me ayudó a rechazar a los ofertantes. Me bañaba abajo, en el mar de la Costa Verde, en calzoncillos, y luego subía al parque con la piel salada y una sola obsesión revolviéndose en mi lengua y mis entrañas: cómo convencer a un heladero de que me fiase un sánguche de vainilla con chocolate, y no desmayaba hasta que lo conseguía.

La tercera noche, tumbado en el parque, tratando de conciliar el sueño al tiempo que mantenía un ojo entreabierto para conjurar los peligros de los viejos putañeros que carecían de dignidad y se iban y volvían y no se resignaban a aceptar mi renuencia o mi asco o mi pavor a irme con ellos y siempre volvían para hacer un intento más, rebajando la condición humana a niveles de miseria que hasta entonces yo no conocía, un oficial de la policía me interrogó, verificó con modales amables que carecía de documentos y era menor de edad, le dije la verdad, que había escapado de la casa de mis padres y no quería volver, y se apiadó de mí y me llevó a la comisaría y me dijo que terminara de pasar la noche allí, en un cuarto que no era una celda ni una mazmorra, un cuarto con un colchón en el piso y los diarios del día, desparramados. No olvido el rostro del policía, su mirada paternal, la tranquila autoridad con la que me alejó de los peligros del parque, me llevó a la comisaría y, cuando desperté, ya de día, llamó por teléfono a la oficina de mi padre y le dijo que pasara a buscarme. Mi padre mandó a un empleado de la compañía. El tipo era buena gente, adicto al fútbol como yo, y no me hizo preguntas incómodas y me llevó a un buen restaurante cerca de la oficina y tomé el desayuno más salvaje y memorable de mi vida a cuenta de mi padre, pues el empleado no pagó en efectivo, solo firmó la cuenta. Ya luego, rendido de tanto comer, me llevó a la oficina y allí esperé a que mi padre terminara de trabajar y regresamos juntos a la casa, él molesto, siempre molesto, en silencio, sin hacer preguntas, disgustado con la situación en que lo había metido frente a sus colegas de la oficina. Al llegar a la casa, me impresionó que mi madre también estuviera molesta conmigo y me saludara secamente, con un gesto contrariado, exento de ternura. Pero ahora entiendo que esa incapacidad de expresarme afecto no era, por supuesto, porque no me quisieran, sino porque ambos tenían vidas muy infelices y se encontraban en permanente estado de crispación y hostilidad y el menor gesto de afecto les resultaba, supongo, imposible.

Nada cambió en la casa, el aire siguió siendo irrespirable, viciado, la furia de mi padre era cosa seria y los llantos a escondidas de mi madre, resignada a sufrir en nombre de la familia y la fe, y decepcionada de que yo no comulgase en misa, me hicieron ver la conveniencia de irme nuevamente, pero esta vez no fue una fuga precipitada, dictada por la ofuscación del momento, esta vez, ya sabiendo que irme sin dinero y a dormir al parque no era una salida inteligente, hice planes cuidadosos para que mi aspiración de ser libre y alejarme de ese campo de concentración no fuese el capricho de un adolescente y estuviese bien planeada y financiada. Robé y escondí las joyas más valiosas de mi madre y con ese botín huí al centro de Lima. Vendí una joya, me quedé con el resto, y, con bastante dinero, más del que nunca había tenido, me alojé en un hotel de Miraflores, después de sobornar al recepcionista, que me registró con un nombre falso, Guillermo Velaochaga, el nombre de un amigo del club del Opus Dei, no sé por qué di ese nombre, y me prometió que no me delataría ante las autoridades y en efecto cumplió.

Fue, a no dudarlo, el mes más feliz de mi vida: dormía hasta tarde, no iba al colegio, comía en buenos lugares, me metía al cine en las tardes a ver películas para adultos, compraba todas las revistas pornográficas que se vendieran en los quioscos de Miraflores. Mi cuarto del hotel, al cabo de dos semanas, era la madriguera de un pornógrafo, el escondrijo de un coleccionista de revistas de mujeres desnudas. Cuando estaba por terminarse el dinero, volvía al lugar donde me compraban las joyas de mamá, negociábamos, hacía una venta y salía rápido y en taxi, no fuesen a robarme, con bastante dinero en efectivo. Los domingos eran los días más felices porque iba al estadio a ver jugar a mi equipo, el Cristal, y si Cristal jugaba en Huancayo, me iba en tren a Huancayo, y si jugaba en Piura, me iba en ómnibus a Piura, aunque por supuesto más convenía que jugara en Lima, en el estadio Nacional, con la U, pero por ir a ver ese partido y sentarme en la tribuna más acomodada, la de Occidente, un policía en su día libre, contratado por mi padre, me encontró, me detuvo, me sujetó fuertemente de los brazos y me hizo entender que seguía instrucciones de mi padre y tenía que obedecerlo. Era un hombre dispuesto a darme una paliza, así que no intenté la menor resistencia, y además estaba armado y me enseñó su carné de policía, y por mucho que le pedí que terminásemos de ver el partido y luego me entregase a mi padre, se negó con terquedad de sabueso, me sacó a empellones del estadio, me hizo confesarle mi madriguera y me llevó al hotel donde vivía, en el óvalo de la avenida Pardo, en Miraflores. Cuando llegó mi padre, me miró con absoluta seriedad, luego vio la colección de revistas pornográficas y me miró de nuevo y sentí que había un cierto orgullo en su mirada.