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En tiempos en los que el debate político se vuelve tan limeñamente ombliguista, sin dejar espacio a la agenda regional, me acordé de la siguiente historia que publiqué en 2016 luego de una visita de trabajo a Lambayeque. Disculpen si sueno repetitivo, pero el contexto invita a no olvidar que las fronteras del Perú están más allá del Centro de Lima.

Reque, en la costa norte peruana, es un distrito tranquilo dedicado principalmente a la agricultura. Su población está compuesta por unas 15 mil personas y su centro, con su plaza, comisaría y oficinas municipales, se recorre en diez minutos. Es un distrito pequeño, pero al igual que la gran mayoría del país, los retos que tiene por delante son de otra dimensión.
Su presupuesto anual para obras en ese entonces no llegaba ni al millón de soles. Al año podían invertir con recursos propios algo equivalente a sesenta soles por vecino. Eso es menos de 20 céntimos diarios por cabeza. Un monto, naturalmente, insuficiente.

Su joven alcalde, que en ese entonces tenía solo 33 años, logró a punta de esfuerzo que ese año el Gobierno Central le transfiera más de siete millones de soles. Con ello había conseguido la viabilidad de varios proyectos. Me contó esa vez, sin embargo, que para poder sacarlos adelante, había tenido que pasar tres de los 12 meses del año en Lima y que había registrado unas cien visitas al Ministerio de Vivienda para poder hacerlos realidad.

¿Tenía sentido que un alcalde pase un tercio del año fuera de su distrito batallando y negociando para que un funcionario capitalino les dé el visto bueno a sus proyectos? Lo grave es que no le quedaba otra: si no viajaba, no la hacía. Y esa es una realidad que vivían todos los alcaldes distritales del Perú. ¿Cuánto ha cambiado de eso?

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