Los congresistas de siempre son aquellos que los conocemos de memoria, no por ser especialmente recordables, sino porque aparecen continuamente en la prensa.
Los congresistas de siempre son aquellos que los conocemos de memoria, no por ser especialmente recordables, sino porque aparecen continuamente en la prensa.

Que lo único permanente de nuestro devenir político sea la inestabilidad es, a estas alturas, más que una aguda interpretación de los hechos, una triste y sencilla lectura de la realidad. Por ello, para evitarle al país más escenarios de incertidumbre, y no por otras razones, el seno del ha sabido resistir y no caer en la tentación de la salida fácil, aquella que todos le reclaman, y, en tal sentido, ha tomado la difícil decisión de abrazar democráticamente sus curules hasta el 2026 y, al mismo tiempo, lidiar, estoicamente, con las consecuencias de ello, por ejemplo, recibir el más de un millón de soles que le queda por cobrar.

Lo comprendo, inestimable lector. En este instante le provoca hacer una visita inopinada al despacho del congresista de su preferencia y, con la mayor delicadeza posible, inducirlo a que entre en razón, se sensibilice con el estallido social y adelante las elecciones, pongamos una fecha razonable, para el año pasado. Sin embargo, y se lo digo con el corazón en la mano, usted, que está con una piedra en la mano, se equivoca. El congresista no es nuestro enemigo. Claro, está, tampoco es nuestro mejor amigo. Es, apenas, una víctima más de la sociedad.

En su libro “Una mirada al Congreso o por qué Dios no es peruano”, el reconocido politólogo Tiago Thrafa hace un minucioso recorrido por los últimos congresos que hemos tenido y llega a una conclusión: “el congresista de hoy se entronca en una ya larga tradición de conductas fallidas, performances grises y una copiosa producción de leyes tan útiles como el Parlamento Andino”.

El filósofo Baruch de Spinoza decía que todo ser busca preservarse en su propio ser. De esta manera, cuando los padres de la patria se aferran a sus cargos, como ahora, no se les debe cuestionar, después de todo solo están siguiendo una orden atávica de supervivencia, solo buscan preservar el ser, su ser y, además, de paso, preservar el chofer, la seguridad y los viáticos para sus viajes de representación.

Thrafa sugiere, por tanto, que no debemos juzgar a nuestros representantes en el Congreso: “ellos son lo que son porque no pueden no serlo”. En esa línea, Thrafa señala que “en el fondo se trata de seres sufren el desprecio popular, la desaprobación de aquellas personas que lo llevaron al poder. De ello se colige que, en el fondo, el ciudadano de a pie, a través de los congresistas, se reprueba a sí mismo”. Interesante punto de vista que el autor tuvo que retirar cuando, una tarde, se cruzó con una horda de pobladores poco dispuestos a aceptar que eran culpables de su propia protesta.

En la parte central del libro, Thrafa divide en tres grandes categorías a los congresistas. Como toda clasificación, es debatible, sin embargo, no deja de ser una contribución al estudio del perfil parlamentario. A modo de resumen, se han clasificado en tres grupos.

LOS DESCONOCIDOS

De los 130 congresistas de la actualidad, ¿a cuántos conoce? Si se cruzara a todos por la calle, ¿a cuántos podría reconocer? ¿A diez?, ¿veinte? ¿Treinta? ¿Podría distinguir siquiera a alguno? Estás preguntas retóricas hacen alusión a ese segmento de parlamentarios que navega en las profundas y oscuras aguas del anonimato.

Paradojas de la vida, se les distingue en el Congreso porque siempre llevan sus credenciales en la mano. Ni siquiera la seguridad del Congreso logra retener sus rostros y, por ello, les pregunta, todos los días, ¿y usted quién es? Si bien es tedioso para ellos estar identificándose a cada momento y en todo lugar -incluso para ingresar a sus propias casas-, logran encontrar una compensación impensada: pueden ir por la vida pública y nocturna sin preocuparse por el qué dirán, ni por lo que ellos mismos dirán. Total, a quién le importa.

ONE-HIT-WONDER

Estos congresistas pertenecen al grupo de los grandes desconocidos por la opinión pública, hasta que un día realizan un acto memorable que los catapulta, de súbito, y como diría un recordador animador, “al pico más alto de la popularidad”.

Huelgan los ejemplos en las últimas décadas. Aquí solo una apretada e incompleta relación: el “comepollo” que hizo pasar como gastos operativos miles de soles por supuesto consumo de pollo a la brasa, parte pierna; el “mataperro” que no pudo resistir que el can de su vecino sea de derecha; el “comeoro” que fue suspendido sin goce de haber por ser minero informal, pero no le importó porque el precio del oro siguió subiendo; la “robacable” que revendía el cable de Telefónica sin que esta lo supiera, y con HD y todo; el “robavoto” que, alejado de cualquier objeto de valor, procedió a apoderarse de lo que le quedaba más a la mano, el voto de la curul vecina; y el “fotocopiador” que vendía ilegalmente fotocopiadoras al Estado y que se defendió diciendo que no estaba relacionado con la empresa, pues “solamente era su dueño”.

LOS DE SIEMPRE

Los congresistas de siempre son aquellos que los conocemos de memoria, no por ser especialmente recordables, sino porque aparecen continuamente en la prensa. Son los caseritos de los programas de televisión y los podemos ver incluso, ubicuos ellos, a la vez en dos programas y compitiendo ellos mismos por el rating, o por likes, según la plataforma que, literalmente, los soporte.

Antes, cuando la reelección estaba permitida, existía un puñado, dos puñados de congresistas que daban la impresión de haber comprado una curul. Así, los veíamos periodo tras periodo, sempiternos, sentados, enroscados en la misma silla. ¿Volverán si vuelve la reelección? ¿Les queda alguna duda?

COLOFÓN

Es cierto, cada vez que terminan las elecciones congresales nos llenamos de un extraño optimismo, sin embargo, no tardamos en advertir que, otra vez, por enésima vez, por los siglos de los siglos, hemos llevado al Congreso de la República a un grupo de parlamentarios impresentables. También puede tratarse solo de un signo de los tiempos. A veces, la frase “todo tiempo pasado fue mejor” acierta en grado sumo. No en vano, Thrafa nos recuerda que la involución de la sociedad termina siendo reflejada en toda actividad humana, incluyendo el quehacer parlamentario. Respecto a esta idea, el politólogo lanza en su libro una frase tan lapidaria como incontestable: “hay, por ejemplo y por desgracia, más que una distancia cronológica entre el diputado Miguel Grau de 1879 y el congresista Guido Bellido de nuestros días”. Vale persignarse.