Hemos vivido bajo el signo de lo que se puede transmitir, convencidos de que todo se puede comunicar, muy atentos a mensajes que responden a todas las preguntas y tips que son manuales rápidos para resolverlo todo. Nuestras experiencias en todos los aspectos expuestas y compartidas, siempre a la espera de quienes saben, los influencers, hacerlo mejor.

Súbitamente, inesperadamente, la abigarrada y ruidosa distracción que acompañaba nuestras vidas, que nos daba la posibilidad de imaginarlas diferentes, porque seguíamos un consejo, aplicábamos una solución o nos movíamos hacia alguno de los muchos destinos a nuestra disposición, choca contra la dura ausencia de opciones que la rutina del encierro impone.

Estamos esforzándonos y poniendo nuestro mejor empeño para mantener el contacto, inspirarnos en las ocurrencias ajenas, divertirnos con relatos audiovisuales, fuera, por cierto, de las tareas —las habituales y las nuevas— ineludibles.

Pero hay experiencias en la existencia humana que son inefables, que no podemos decir, para las que nuestras palabras no son suficientes, no importa cuán originales seamos en su uso a la hora de redactar o exponer en nuestros blogs, tuits, discursos, seminarios o columnas.

¿Quiere decir que esa parte no comunicable de lo que vivimos —que quizá asoma en momentos extraordinarios— no tenga sentido? No necesariamente. Solamente que debemos hacer espacio en nuestra mente, en este momento en que todos nos piden hablar y compartir, a lo que se quedará solo en nosotros, porque no cabe en los sonidos. Ya lo dijo Wittgenstein, un genio del lenguaje, “aquello de lo que uno no puede hablar, sobre eso debe guardar silencio”.

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