(Foto: Manuel Melgar / GEC)
(Foto: Manuel Melgar / GEC)

El Tribunal Constitucional declaró inconstitucional la ley de peajes. Lejos de aprender la lección, el presidente del Congreso señaló que se buscará nombrar a un TC “que realmente dé las respuestas que la población viene esperando”. Un planteamiento que enciende la alarma de nuestra historia.

Ejemplos sobran. Basta recordar la experiencia fallida del órgano que antecede al TC, el Tribunal de Garantías Constitucionales (1982-1992). Debido a su captura política, este fue incapaz de garantizar la supremacía de la Constitución. Es decir: no limitó al poder, no veló por los principios democráticos ni defendió los derechos de las personas. De hecho, resignó su función cuando más se le necesitaba, dada la severa crisis económica y de violencia que el Perú sufría.

El exmagistrado Aguirre Roca explica: “Una de las razones del fiasco radica en que el sistema de designación de sus miembros se presta fácilmente al favoritismo político o compadrero, a influencias inconvenientes y a manipulación… han llegado al Tribunal muchos que no debieron llegar, y no lo han hecho, en cambio, muchos con sobrados méritos y capacidad… Se cumple, pues, aquello de ‘no son todos los que están, ni están todos los que son’”.

Sería nefasto volver a esa época. Al TC no le corresponde ser una caja de resonancia del Congreso, sino controlarlo. Tampoco resolver de acuerdo con las preferencias mayoritarias. Su labor es jurídica.

Para impedir que los congresistas terminen nombrando delegados en vez de jueces, la selección del TC debe ser meritocrática, transparente y con participación ciudadana. Se espera que el reglamento del proceso sea, cuando menos, igual de riguroso que el del concurso de la Junta Nacional de Justicia.

La historia enseña que un TC político supone en la práctica eliminar el control constitucional. Y, sin este control, difícilmente se puede afirmar que la Constitución existe (Manuel Aragón). Estamos a tiempo de evitarlo.

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