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Hace cuatro años, el Grupo de Expertos de la London School of Economics (LSE) en Economía de las Políticas sobre Drogas publicó un que daba cuenta del fracaso que es la “guerra contra las drogas”. Firmado por cinco Premios Nobel de Economía y varios otros académicos y políticos importantes, el informe de LSE llamaba a los gobernantes del mundo y a los organismos internacionales a terminar de una vez por todas con una política que ha traído más muertes y sufrimiento que beneficios: “Es hora de acabar con la ‘guerra contra las drogas’ y de redirigir recursos masivamente hacia políticas efectivas basadas en evidencias, apuntaladas por un riguroso análisis económico”.

Entre los diversos textos que componían el informe de LSE, destacaba uno elaborado por John Collins, director de la Unidad de Políticas Internacionales sobre las Drogas de la prestigiosa universidad londinense. Collins, haciendo uso de la teoría económica y la evidencia disponible, señalaba -con razón- que la guerra contra las drogas implica la transferencia de costos de los países ricos hacia los países pobres.

¿La explicación? Bastante evidente, pero muchas veces invisibilizada: los grandes mercados consumidores de drogas no son países como el nuestro, sino países del primer mundo como los Estados Unidos. Quienes sufren las mayores consecuencias del narcotráfico, la militarización de la policía y la corrupción institucionalizada, sin embargo, son los habitantes de los países pobres. Tal vez la “guerra contra las drogas” ayude a reducir en cierto grado el consumo de drogas en los Estados Unidos, pero la consecuencia de esta política impulsada en el mundo por el gobierno norteamericano es la muerte y el miedo constante de centenares de miles de habitantes de los países latinoamericanos. Es la existencia del cártel de Sinaloa, el cártel de Juárez y el narcoterrorismo de las FARC.

Lo más cruel de esta política, que el gobierno estadounidense se niega a abandonar pese a que ha contribuido a que países como El Salvador, Guatemala y Honduras se ubiquen entre los más violentos de las Américas, es que cuando sus habitantes huyen desesperados de la violencia, la corrupción y la miseria, reciben el espaldarazo de los Estados Unidos. Mejor dicho, no es que el gobierno estadounidense les dé la espalda, sino que restringe su libertad de movimiento y su libertad de contratar e impide que escapen de los países consumidos por los crímenes relacionados a las drogas. Un problema que los propios gobiernos estadounidenses se han empeñado en crear porque mientras la violencia sea al sur de la frontera parece que no hay ningún problema.

Si alguien todavía se pregunta por qué se debe acabar con la “guerra contra las drogas”, la respuesta debe ser unánime: porque se ha convertido en una guerra contra los pobres. Cuando uno observa cómo 7 mil hondureños se reúnen para recorrer a pie miles de kilómetros con tal de llegar a los EEUU, es imposible no pensar en todos los efectos perniciosos que el narcotráfico ha traído a Centro América. La guerra contra las drogas está perdida hace mucho tiempo. Su prohibición y combate militarizado generó la creación de mercados negros y cárteles cada vez más violentos y sanguinarios. La guerra contra las drogas es una guerra contra los pobres que tiene que acabar de una vez por todas.

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