(Foto: Referencial/Andina)
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Antes de la pandemia del COVID-19, la OMS ya había señalado que la depresión sería la primera causa de discapacidad en la próxima década en el mundo. En el Perú, en 2019, se registraban más de 6 millones de peruanos con depresión. Estas cifras lamentablemente han empeorado en el 2020 por las incontables pérdidas, por el encierro y porque mucha gente se ha quedado sin trabajo. El trabajo para el ser humano no es solo una fuente de ingresos, sino una necesidad existencial que le da sentido y un propósito a su vida. La OMS define a la salud mental como “el estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y es capaz de hacer una contribución a su comunidad”.

Si hablamos de depresión, trastornos de ansiedad y adicciones y vemos el porcentaje tan alto de la población que padece de estos males, resulta evidente que desde hace muchos años el gobierno debió darse cuenta de la alta relevancia de la salud mental en salud pública a nivel nacional. Esto está empezando a cambiar. Por primera vez hemos visto políticos hablando de salud mental más en serio, empresas atendiendo este reto desde sus departamentos de recursos humanos con mayor presupuesto y responsabilidad y al presidente hablando de salud mental en su mensaje a la nación por Fiestas Patrias. Martín Vizcarra ha reconocido que la salud mental había sido olvidada para el Estado. Ha dicho que no hay salud sin economía y no hay economía sin salud. Hay que saludar la implementación de la salud mental comunitaria, el presupuesto de 20 mil millones para el sector salud anunciado por nuestra ministra de Economía, la priorización de la educación, la permanencia de las Fuerzas Armadas en las calles hasta fin de año y la pensión de orfandad.

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