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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Congresista

La única pregunta que hice el día en que acompañando al presidente García concurrimos al diálogo con el premier Jiménez era hasta qué punto el Gobierno había decidido llegar en esta etapa de conversaciones con las fuerzas políticas y qué es lo que se pretendía alcanzar. Jiménez me contestó que al término de esa etapa su despacho iría a condensar, en un documento, las principales coincidencias alcanzadas y, con respaldo del presidente Humala, se profundizaría el diálogo en instancias técnicas sectoriales. No quedó claro cómo ni cuándo, pero parecía implícito que se iría haciendo camino al andar.

Ciertamente, mantengo mi escepticismo al respecto expresado antes y durante el diálogo, pero puedo decir que atisbo y percibo sinceridad y buen propósito en las intenciones de Jiménez en encontrarle las bondades al diálogo político.

Lo que, sin embargo, no logra disipar mis dudas es el comportamiento del presidente de la República al respecto. Tengo la impresión de que estos encuentros se hacen con su anuencia, pero sin su respaldo. Es decir, deja que Jiménez, a su pedido, celebre las reuniones, pero cree firmemente en que estas no sirven para nada. Su displicencia y su desconfianza son fácilmente percibibles en su mirada y en sus gestos, amén de sus palabras.

No hemos escuchado nunca del presidente la posibilidad de darle valor al verdadero diálogo político. Su incredulidad al respecto le ha granjeado la orfandad política que hoy ostenta y una peligrosa pendiente de descenso en su popularidad. Siempre he ponderado su valentía y fidelidad a su palabra al momento de optar por ser consecuente con su promesa de no instaurar un segundo velascato, pero una decisión política de esa índole debió seguir el corleado de una sólida alianza social que reemplazase el papel que jugaban los intelectuales de izquierda de primera hora. No digo una alianza político-partidaria sino una convocatoria amplia a sectores influyentes del pueblo y la economía así como de la intelectualidad. Sus cabellicos maire se los fue llevando el aire y no los reemplazó con nadie.

Y por eso, parafraseando al excanciller Roncagliolo, hoy se siente que estamos ante un gobierno débil. Que no lidera, que no empuja, que no manda, que no arriesga, que no se la juega. Y que para pasar el río va a necesitar del hombro de los que él más detesta.

La verdad es que uno de los problemas del Perú actual es que nadie sabe concretamente qué piensa el presidente del rumbo del país ni cuáles son de verdad sus metas. Yo recuerdo claramente haber escuchado a Alan García decir, en el 2006, que su meta era reducir la pobreza a 30 puntos el 2011. Y todo su accionar tuvo como fin ese importante indicador, con todo lo que supone en materia de empleo, salud y educación. Pero en el caso del presente no se sabe a dónde quiere llegar. No tiene metas fijadas y vive el día a día contento de pasar con 11 en materia de logros económicos y sociales. Rutina para mantener a flote la nave aunque esta solo dé vueltas y no tenga un camino hacia puerto alguno.