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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

Con la llanta desinflada y el auto chirriando, logré evitar una colisión y me detuve a duras penas en el carril de emergencia. Eran las ocho de la noche de un martes, primera semana del año. Nunca se me había reventado una llanta en los tantos años que llevo en Miami. Me había ocurrido en Lima, manejando una camioneta prestada, y aquella vez fui socorrido de inmediato por numerosos taxistas en sus diminutos autos amarillos que en un santiamén me rodearon y empezaron a hablarme con diminutivos afectuosos y me sacaron todos unas propinas dispendiosas o unas promesas de mandarles saludos en televisión.

En Miami cuando se te revienta una llanta es distinto: bajas del auto, verificas los daños, sientes el silbido inquietante de los carros que pasan a alta velocidad, sabes que estás en peligro porque uno de tantos conductores podría estar escribiendo un mensaje bobo en su teléfono móvil y distraerse y llevarse de encuentro tu Honda desvencijado y acabar de paso contigo, y te encuentras sometido a una prueba de aptitud viril que no serás capaz de sortear: debes cambiar la llanta tú mismo.

¿Cambiar la llanta yo mismo? ¡Imposible! Nunca he cambiado una llanta, no sé cómo se hace, por esas cosas mi padre vivía furioso conmigo, porque cuando ocurre un percance en la autopista reacciono como una señora, me repliego en el asiento del copiloto y me dispongo a llorar y elevar plegarias luctuosas para que alguien, un buen samaritano, se detenga y me auxilie y se ocupe de hacer las grasosas cosas que yo, un modesto trabajador intelectual, soy incapaz de hacer. Por suerte tengo un celular (con la foto de mi hija menor disfrazada de bombero) y la tableta conectada a otro teléfono móvil, lo que permite abrir mi lista de contactos y llamar a todos mis contactos: Silvia, Silvia, Silvia y Silvia. No tengo más contactos, todos mis contactos son ella, mi esposa, mi mujer, mi amiga, mi chica macho, mi jinete, mi yegua, mi potranca, mi potrillo chúcaro, la jefa.

Silvia podría ser mi hija, le doblo la edad, yo estoy por cumplir cincuenta y ella tiene veinticinco, y cuando vamos al parque de noche a jugar fútbol, tiros al arco, me gana siempre en la tanda de diez penales, juega al fútbol mucho mejor que yo, patea con las dos piernas, con fuerza, arriba, a la esquina, con chanfle: un lujo, Silvia, un gran contacto, el mejor contacto posible.

Aprieto Silvia en mi lista de contactos pero ella no contesta: puede haber salido a correr, puede estar durmiendo a nuestra hija, puede estar bañándose, puede estar tomando una cerveza con uno de sus amigos tenistas que se la quieren coger mientras yo trabajo, puede estar fumándose una hierba fina o tomando un vino tinto, sabe Dios qué puede estar haciendo, lo cierto es que no está disponible, no contesta.

Pasan los minutos y sigo varado al pie de la autopista. No tengo a nadie más a quién llamar, así de cruda es la cosa: no tengo amigos, familiares, amantes furtivos, empleados serviciales, no tengo a nadie a quien pedir ayuda en esa circunstancia ridícula, una llanta pinchada que me ha recordado que soy incapaz de cambiar el neumático del auto ya cochambroso que me obstino en seguir manejando. Podría manejar un auto del año pero no me da la gana, me gusta manejar carros con los que tengo una historia sentimental y por eso me niego a vender ese Honda muy menoscabado que me ha reducido a esa condición bochornosa, la del transeúnte accidentado que al parecer no va a llegar a tiempo a su cita: la cita con mi público televidente a las diez de la noche.

Soy bueno para hablar pavadas, soy bueno para escribir mentiras, soy bueno para dormir con derivados de opio, no me pidan que sea bueno para cambiar una llanta, mi madre no me educó para eso y mi padre lo intentó y fracasó y me mandó al carajo, le había salido un hijo señorita. Todo eso se advierte con dolorosa claridad cuando pasa media hora, pasan cuarenta minutos, y sigo llamando obsesivamente a Silvia y no hago siquiera el esfuerzo de bajar del carro, abrir la maletera, buscar la gata y la llanta de repuesto: no nos vamos a engañar, no sé dónde está la gata, antes de hacer el ridículo prefiero pasar la noche en el asiento del copiloto, llorando la suerte contrariada.

Silvia no está, no contesta, es una pena. Y entonces soy un hombre solo, perdido, inepto, inhábil, sin nadie que venga a auxiliarme, un tipo sin amigos ni familiares ni contactos, un sujeto jodido, olvidado, al pie de la autopista, con un carrito viejo y la llanta chancada, machucada. Podría irme caminando como el viejito de la película Nebraska (gran película) pero no llegaría muy lejos; podría llamar un taxi (ya lo hice y me dijeron a gritos que no vendrán a rescatarme, pues no recogen pasajeros de la autopista); podría llamar a emergencia (la operadora me mandó al carajo, una llanta baja al parecer no califica como emergencia); o podría bajar del carro y pararme arriesgadamente al borde de la autopista a hacer maromas y cabriolas y contorsiones de waripolera con la esperanza de que algún transeúnte vea en ese hombre ventrudo y adiposo, con el cerquillo cubriéndole los ojos y media nariz, como si fuera un pingüino melenudo o una gaviota coja, a Jaime Baylys, el señor de la televisión que quiso ser presidente de su país y ahora dice que se contenta con ser concejal del Doral o Hialeah. Agito los brazos, saludo a los que pasan raudamente, sonrío falsete como en la tele, haciendo denodados esfuerzos por fatigar mis trucos de ilusionista veterano e hipnotizador de gallinas y cuyes de feria, y le pido al Señor que obre milagro en ese paraje inhóspito de la autopista y me procure el auxilio mecánico que necesito para llegar a tiempo al canal y sacar el programa al aire y no me despidan, que si me despide este canal de Miami ya no quedarán más canales en el mundo de habla hispana que puedan despedirme, y si me despiden, ¿quién va a pagar las cuentas fantásticas de mis tres hijas, quién, quién, quién? De pronto, es el Altísimo, es San Josemaría, es mi Santa Madre que ha sentido en carne viva el peligro latente en que me hallo: un auto de la policía se detiene a la vera del camino, enciende sus luces multicolores sin prender la sirena chillona (gracias) y el oficial que conduce la patrulla me ilumina la cara pasmada con una linterna de alta potencia y me dice algo en inglés por un altavoz que yo, el viejito de la película Nebraska, no entiendo, no consigo entender: a la tercera que me grita, entiendo que debo subir al carro y quedarme sentado y esperar a que el gendarme que habla en lengua forastera se aproxime a mí y establezca comercio verbal conmigo, esperemos que sea capaz de chapurrear el español.Cuando el policía se acerca a paso lento mientras lo miro de soslayo por el espejo lateral (es alto, delgado, canoso, ya veterano, parece algo mayor para seguir siendo policía, debe de estar a punto de jubilarse), ruego a todos los dioses que sea latino, hispano, cubano, venezolano, peruano, una de esas cosas nuestras, y no un gringo a la antigua en vías de extinción, que de esos ya quedan pocos en Miami. Me mira, me pide documentos en inglés, le doy mi licencia y la registración y de pronto me ilumina de nuevo la cara y sonríe y me dice lo que para mí es música celestial: "¡Mi mamá no se pierde su programa, señor Jaime Baylys!". Es un momento fantástico, de éxtasis puro, el triunfo a una carrera errática de treinta años saliendo testarudamente en televisión: el oficial enjuto es un cubano de ley y en cosa de minutos me pone a hablar por el celular con su madre, que es una anciana medio sorda que está en un geriátrico de Hialeah esperando a que sean las diez de la noche para que yo salga en el canal veintidós, mientras su hijo, el patrullero, ya mi amigo, llama en tono imperativo a una grúa y en cosa de cinco minutos llegan un mecánico argentino con sus operarios centroamericanos y cambian la llanta como si fuera una competencia de fórmula uno: menos han tardado ellos en ponerme la "donut", como se le dice en el argot de las grúas de Miami a la llanta de repuesto, que lo que yo he demorado en decirle a la señora Sara Bellido, Sarita, que no se pierda mi programa porque le mandaré saludos esa noche, en gratitud a su lealtad como televidente y a los buenos oficios que su hijo el policía me ha prestado.